Para que un pueblo, como cuerpo político, pueda echar a andar un proyecto común, tiene que darse un consenso real sobre valores y aspiraciones que impartan una identidad específica en la cual pueda fundamentarse una concertación de respeto mutuo. No hablo de homogeneidad, pues siempre habrá marginalidad. Hablo de la capacidad de tratar con respeto humano a la marginalidad. Sé que en este punto muchos podrán decir que los valores a los que aspiran son aquellos que propenden a la desaparición de toda marginalidad, pero dicha aspiración no es real ni capaz de anclar una senda de futuro, pues la ausencia de marginalidad significa la ausencia de identidad. Sin identidad, no hay futuro.
PUBLICIDAD
Lo contrario a lo anterior dirige inevitablemente a que la sociedad reemplace su identidad por una cultura en donde se entroniza la falsedad y se admira lo fingido. Y cuando el fingimiento se convierte en el modus operandi de la clase dirigente, política, artística y académica, la verdad misma se vuelve irrelevante. Así, el político e intelectual “triunfante” en esta sociedad de fingimiento es simplemente una creación de las redes sociales que ha perdido la capacidad de entender que hay una realidad allá afuera que se sitúa por encima de sus tuits. Son aquellos que falsamente se brindan coba unos a otros dentro de su entorno irreal, pero sin impacto efectivo en el entorno que verdaderamente cuenta: la comunidad real, local y palpable.
Mucho se ha hablado de la era de la posverdad y el papel de los medios de comunicación en la creación de políticos que, en esencia, son vendedores ambulantes, vendiéndose a sí mismos y su mensaje al público para ganar – o quizás, mejor dicho, “comprar” – votos. En ese mundo, la manera en que se presenta el “producto” se ha vuelto más importante que la verdad misma.
El aumento vertiginoso de la influencia cultural de las redes sociales simplemente ha acrecentado exponencialmente la separación que existe entre el discurso político y la verdad. Esto desemboca en una crisis cultural con implicaciones más allá de meramente competir por votos: pues a la medida que las falsificaciones y el fingimiento proliferan, se va esfumando nuestra capacidad de discernir entre verdades y mentiras.
Si, como clase política, no reconocemos la importancia de construir una identidad común, anclada en la familia y la comunidad, que necesariamente nos fuerza a vivir en la realidad local palpable de un entorno geográfico específico, seguiremos edificando una cultura de la falsificación con las redes sociales como entorno sustitutivo de esa realidad comunitaria y familiar insustituible.
En su mayoría, nuestra clase política ignora decididamente la importancia de lo anterior cuando imparte mayor énfasis a la “verdad” comunicada a través de las redes sociales que al desarrollo y fortalecimiento de las relaciones reales que se dan en el tiempo y el espacio palpable. No podemos aspirar a construir un proyecto común en una falsa identidad que se construye sobre interacciones descarnadas que tienen lugar en un espacio virtual que no existe en ninguna parte y en todas partes al mismo tiempo.
Al pueblo hay que tocarlo, sentirlo, entenderlo y comprenderlo. Eso cuesta. Cuesta levantarnos de nuestro entorno virtual, de nuestra comodidad que nos brinda el solo mezclarnos con los que piensan como nosotros, se visten como nosotros o se ven como nosotros. Cada vez que me he atrevido a romper con los muros del fingimiento en mi entorno he comprobado que hay muchísimas más cosas que nos unen con aquellos que están verdaderamente a mi alrededor que las que nos dividen. Pero para convencernos de lo anterior, tenemos que atrevernos a romper con la falsedad y vivir en la verdad.