Cuando Andrea Wong ingresó a un campo de tierra roja y árboles cortados con docenas de cruces plantadas en la Amazonía de Perú, estaba confundida. No tenía la seguridad sobre la ubicación de la tumba de su padre.
“¿Estás segura de que mi papá está ahí?”, preguntó la niña de nueve años a su madre.
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Glendy Hernández aún no tiene una respuesta.
Hace casi un año, su esposo Herman Wong y centenares de fallecidos por COVID-19 fueron enterrados en secreto en un descampado de Iquitos, capital de la región Loreto, en el corazón de la Amazonía. Las autoridades aprobaron las inhumaciones, pero nunca avisaron a los familiares quienes creían que los muertos estaban en un cementerio local.
Meses después descubrieron la verdad.
Es el primer caso conocido en Latinoamérica donde las autoridades ocultan el destino de decenas de víctimas del virus y nadie ha explicado por qué se realizaron de forma clandestina. El gobierno regional no respondió a las solicitudes de comentarios de The Associated Press.
Las familias dijeron a la AP que al menos 403 fueron enterrados en aquel lugar.
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Loreto fue una de las regiones más azotadas por el COVID-19 en 2020. Al momento han muerto más de 52.000 en Perú, de ellos 3.200 en Iquitos, que cuenta con 550.000 habitantes.
La brutalidad de la peste en esta ciudad remota se concentró en los pasillos abarrotados de sus dos únicos hospitales donde los pacientes morían sin recibir ayuda porque los escasos médicos y enfermeras no tenían medicinas, ni oxígeno, ni capacidad disponible para ayudar a los enfermos.
Andrea odia la lluvia porque le recuerda la madrugada del 30 de abril cuando vio por última vez a su padre. Tras innumerables llamadas de auxilio sin respuesta, Glendy llevó al técnico de máquinas fotográficas al hospital donde murió en sus brazos a las 11 de la mañana. Se desmayó, pero cuando se despertó un médico le dijo que fuera al día siguiente para llevarse el cuerpo de su esposo.
Esperó por horas en vano con un ataúd hasta que un trabajador sanitario le dijo que Herman Wong ya había sido enterrado en el cementerio San Juan, ubicado a 18 kilómetros, inaccesible en esa época porque Perú estaba bajo un encierro de 106 días para evitar la expansión del virus.
Cientos de deudos escucharon lo mismo: que sus muertos estaban en el cementerio de San Juan, fundado en 2017 y que cuenta con capilla, estacionamiento, muros y vigilancia.
En marzo, el gobierno nacional ordenó cremar a todos los fallecidos por el virus, en una de las más estrictas normas de su tipo en Latinoamérica. Pero ante el colapso de varios hornos crematorios, la norma se modificó en abril permitiendo los entierros y que al menos cinco familiares pudieran asistir.
Pero el 1 de junio la portada del diario La Región removió Iquitos: “Muertos sin nombre y sin tumba propia”, se leía en el titular. La historia citaba a un anónimo residente que dijo que al menos 330 cadáveres de fallecidos por COVID-19 habían sido enterrados presuntamente en una fosa común cerca del cementerio de San Juan.
Un día después de la publicación, medio millar de familiares, entre ellas Hernández, llegaron hasta el descampado donde supuestamente estaban enterrados sus esposos, esposas, hermanos, hermanas e hijos. El lugar estaba encharcado por la lluvia, pese a eso protestaron por los cadáveres.
“Nos dimos cuenta de que nos habían mentido”, dijo Glendy, la mamá de Andrea.
“Les da vergüenza que se conozca el desastre, el desorden, la falta de humanidad con que han enterrado a nuestros seres queridos”, dijo Patricia Cárdenas, cuyo abuelo Antenor Mozombite, de 80 años, también fue enterrado sin permiso de su familia.
El gobierno sigue en silencio, pero los deudos continúan acudiendo al descampado.
Hugo Torres ahora es un guardián del lugar. Relató a la AP que ayudó a descargar los cuerpos de un camión de la Marina de Guerra y a colocarlos en los huecos excavados sobre la tierra rojiza.
“Enterrábamos a 30, 40, un día a 50, los muertos estaban en bolsas negras, entre cuatro agarrábamos de cada punta, si pesaba más lo cargábamos entre seis”, aseguró el hombre de 42 años.
Relató que al inicio se excavaban tumbas donde depositaban a tres personas. Luego, cuando comenzaron a aumentar los muertos, un tractor realizó excavaciones en forma de rectángulos de más de 15 metros de largo por tres metros de ancho y dentro colocaban los cadáveres en dos filas.
La AP habló con otras tres personas que confirmaron el relato de Torres, incluida una que participó en la operación con él. Todos prefirieron no ser citados.
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Diez días después de conocida la historia, el gobernador de Loreto, Elisbán Ochoa, firmó un documento comprometiéndose a exhumar los cuerpos. Nueve meses después, no ha ocurrido nada.
Ochoa dijo a una comisión en el Parlamento que no se trataba de una fosa común, sino de un nuevo “cementerio COVID” construido en cuatro días porque “de la noche a la mañana el crecimiento de los fallecidos fue violento”. Aseguró que había una lista de los lugares donde se había colocado cada cuerpo, y que las autoridades tenían la intención de dar la información a las familias.
Pero Ochoa no explicó por qué se había enterrado de forma clandestina, mintiendo a los deudos y rompiendo la ley. La AP dejó mensajes en su oficina, pero no obtuvo respuestas.
El lugar de entierro es más grande que cuatro campos de fútbol y cuando se descubrió por primera vez, el terreno había sido aplanado, sin dejar señales de que hubiera cuerpos debajo.
Durante semanas, los deudos acudieron a colocar cruces donde creían que estaban enterrados sus seres queridos, pero varios están confundidos sobre el lugar preciso donde se encuentran.
Joaquín García, un contador de 32 años, dice que primero le aseguraron que estaba en un lugar marcado como D24, pero días después le dijeron que la ubicación correcta era D22.
“O sea, ¿los muertos han caminado?”, preguntó.
A Robert Lecca, administrador de 23 años, le comentaron que su progenitor estaba en la fila D34, pero luego descubrió en un mapa elaborado por las autoridades que estaba en la fila D38.
Las familias demandaron al gobierno local para obligarles a recuperar los restos, pero un juez falló a favor de las autoridades, diciendo que la ley establece la exhumación un año y un día después del entierro. Las familias han apelado la sentencia porque la norma fue modificada en 2018 y sí es posible la exhumación, según el abogado de los deudos Pedro Casuso.
En medio de la disputa legal, algunas familias van todos los sábados a visitar a sus muertos. Maritza Monzón y su esposo son dos abuelos que llegan junto a sus dos nietos Eymi, de 16, y Tiago, de ocho, que se quedaron sin padre ni madre.
“A mis nietos Dios les ha quitado su padre y su madre, a mí me ha quitado mi hijo”, dijo la mujer de 68 años.
Una mañana reciente la AP acompañó a varios familiares que visitaban la zona de entierro. La vegetación cumple la función de muro en los contornos y los deudos han adornado algunas tumbas con cruces, fotografías y paraguas para que “las almas no sean mojadas por la lluvia”.
En ese grupo de familiares estaba Andrea Wong que tenía en una mochila rosada casi una decena de cartas que escribió a su padre desde aquella madrugada de 2020 en que lo vio partir al hospital bajo una lluvia implacable que había caído sobre Iquitos desde un día antes.
“Extraño mucho las tareas virtuales, todo lo que me enseñabas”, leyó con su voz bajita las hojas de su cuaderno cuadriculado que adornó con corazones rojos y dorados. “¿Dónde te quedaste? Quiero verte y darte un abrazo enorme”.