EL PASO, TEXAS – A pesar de que en los Estados Unidos las detenciones de indocumentados, el racismo y la xenofobia se han incrementado en el último año, auspiciados sin ningún disimulo por el presidente Donald Trump, latinos dentro y fuera de la nación aún creen que el sueño americano es posible.
Esa emblemática frase atribuida al historiador James Truslow, cuya esencia establece que el trabajo duro y la capacidad conducen al ser humano al éxito, indistintamente de su clase social o procedencia natural, es el motor que mueve a cientos de vidas de otros terruños a permanecer en territorio estadounidense, algunos soportando injusticias; y a otros más, a poner su vida al borde del peligro —una y otra vez— con tal de ingresar en el territorio.
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Los datos más recientes del censo federal referentes a octubre de 2016 dan cuenta de que cada vez hay más latinos en los Estados Unidos. Su población ya suma 57.4 millones, siendo los mexicanos los de mayor presencia. De hecho, un reporte del Departamento de Seguridad Nacional (DHS) revela que la cifra de inmigrantes indocumentados que cruzó la frontera entre México y EEUU creció un 23 % este año fiscal.
El guatemalteco Reyes Amílcar aún no forma parte de esa estadística, pero en su mente no viaja otra idea que no sea pertenecer a ella. Piensa que solo así podrá darle un mejor futuro a la familia, que dejó atrás por culpa de las pandillas, quienes de la forma más cruel y desgraciada le arrebataron a uno de sus más preciados miembros.
“Nosotros teníamos una tienda en la ciudad y tuvimos que cerrar y abandonar todo eso porque nos mataron a un hijo”, sentencia Amílcar mientras baja la cabeza para ocultar las lágrimas que le provocan recordar la muerte del mayor de sus vástagos, de tan solo 22 años.
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“Lo amenazaban constantemente. El tipo de amenaza que nos hacen es de extorsión. Si no pago tanto, pues le dan pa’ bajo a uno”, cuenta a Metro el hombre de 42 años, al tiempo que destaca que la pandilla Mara Salvatrucha (MS) le exigía el pago de 300 quetzales a la semana (40.82 dólares), casi la mitad del salario promedio de un trabajador guatemalteco que a la quincena cobra poco más de 700 quetzales (95.24 dólares).
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“No me quedaba más que salir huyendo porque lo más que recibía siempre eran amenazas. Tuve que dejar mi casa, dejar todo abandonado para que no mataran a otro de mi familia”, manifestó Amílcar, quien acto seguido sentenció que a su hijo lo ultimaron de un balazo a quemarropa en un área cercana a su hogar.
El terror que infunden pandillas como la MS y los Zetas, tanto en Guatemala como en el resto de los países que componen el denominado Triángulo Norte de Centroamérica: Honduras y El Salvador, es una de las razones que, por décadas, ha propiciado que miles de ciudadanos de esos países se aventuren a cruzar la frontera, exponiéndose así a los peligros que surgen durante la travesía.
No obstante, muchos prefieren incluso morir en el intento, hilvanando la esperanza de alcanzar mejores oportunidades de vida y trabajo una vez crucen la “línea”, que ser ejecutados por las cuadrillas criminales si no acatan sus viciadas peticiones.
Tres veces y contando
Ever Iván Escoto da cuenta de muchas de ellas. El joven de 24 años, salió de su natal Honduras huyéndole a las pandillas que intentaban reclutarlo forzosamente.
“Yo recibí cuatro palizas, pero palizas buenas. Todavía tengo cicatrices. Te golpean hasta que reflexiones y quieras estar con ellos. Lo hacen con las mujeres también”, afirma, al tiempo que describe el cruel y abusivo proceso de iniciación de estos grupos.
“Están todas las pandillas reunidas, y cuando entra uno nuevo, tiene que aguantar puñetazos de todos por 13 segundos. Lo están golpeando, cuentan despacio y cuando llegan a 12 empiezan otra vez. Esa es la bautizada que le da la pandilla para que usted sea miembro de ellos”, asevera.
Informes de Amnistía Internacional estiman que unos 400,000 migrantes suben al tren cada año.
Una vez adentro, “te mandan a robar, vender drogas, todo eso. Si quieres ascender, te imponen matar a un familiar, algo así como un primo o un tío”, destaca a Metro el joven, quien no renuncia a su deseo de pisar alguna vez el territorio estadounidense, a pesar de que ha fracasado en sus tres intentos.
El primero fue hace tres años, cuando pasó de Honduras a Guatemala y luego a México. Ese recorrido le tomó tres días, nos dice Escoto, quien recuerda el viaje como si lo hubiese hecho ayer. “Fue el más impactante de mi vida”, asegura.
“Entré en México por Palenque (municipio del estado de Chiapas), cogí el tren y cuando va avanzando, llegan los Mara.
Empiezan a revisarte. Si no traes dinero, te golpean, te machetean y te tiran del tren para que la demás gente tenga temor”, cuenta el hondureño, quien para mantenerse a salvo les dio los únicos 200 pesos (10 dólares) que tenía en su bolsillo izquierdo.
El tren que él tomó es el que llaman la Bestia, la línea de ferrocarriles de carga que discurre del norte al sur de México y que transporta en sus techos a miles de migrantes que buscan llegar clandestinamente a Estados Unidos.
Los vagones del longevo transporte han sido testigos de muchas historias —algunas de éxito— de los que logran llegar, y muchas otras de total desgracia.
Informes de Amnistía Internacional estiman que unos 400,000 migrantes suben al tren cada año.
Escoto narra que en su ruta a Tierra Blanca (Veracruz) un sujeto de una pandilla mató a otro sin ninguna explicación. “Hubo un vato (un hombre) que lo mataron no más. Miramos la puñalada que le pegaron. Había un montón de sangre. Fue duro ver morir una persona así, estar agonizando, vaciándose de sangre”.
Dice que lo más terrible de esa primera vez fue “ver que están violando a una mujer y uno no pueda hacer nada. Eso es lo más triste, porque tal vez te están apuntando con una escopeta”.
En su camino hacia la frontera con Estados Unidos, que le tomó 30 días, Escoto confiesa que pasó más que las mil y una noche: enfermedades, desvelo, hambre, palizas de pandillas e, incluso, de agentes de la Policía, que al verlo llegar a Ciudad de México, capital de México, le requirieron dinero.
“Como no tenía dinero, ellos mismos me golpearon. Me dieron una golpiza que ya ni quisiera acordarme… Me llevaron hasta los zapatos. Deseaba morirme en ese instante”, expresó el joven con aire de frustración recordando que lo más cercano que llegó a Estados Unidos en ese primer viaje fue hasta Nuevo Laredo (Tamaulipas), desde donde lo deportaron a su natal país.
A pesar del vía crucis vivido en esa primera vuelta, el hombre intentó llegar otra vez a Estados Unidos siendo devuelto a Honduras desde Ciudad Juárez (Chihuahua). Y una vez más, en el tercer intento, deportado desde Nogales, México.
Hoy, Escoto se encuentra en México sentado en un banco de la Casa del Migrante en Ciudad Juárez, lugar donde planifica su cuarto intento de llegar a la nación del norte. Él piensa que solo en la denominada “tierra de las oportunidades” estará a salvo de las pandillas.
“A Estados Unidos lo miro así nada más cuando me agarró inmigración y se ve muy bien. Me imagino yo que debe haber más oportunidades para uno, más trabajo, empezar una nueva vida, así lo imagino”, afirma Escoto dejando ir la mirada a lo lejos.
Llegó… pero lo deportaron
Cerca de Escoto estaba Francisco Javier Castro, un salvadoreño que sí logró llegar a Estados Unidos por el estado de Arizona.
No obstante, el esfuerzo de su sacrificado viaje se deshizo en poco menos de 50 horas, ya que fue arrestado junto a otr
os compatriotas por un agente de migración camino a hacer un trabajo. “Me agarraron a los dos días. Estábamos en una troca y no teníamos permiso ni nada”, declaró Castro, al tiempo que asegura que lo poco que vio de ese estado de la nación le agradó bastante.
“La vida en El Salvador es muy dura, muy difícil. Las pandillas no dejan vivir a nadie, intentaron asesinarme porque me negaba a darles dinero. A mi hermano gemelo lo atacaron con siete disparos y le quebraron su cadera creyendo que era yo”, afirma Castro, totalmente decidido a volver a cruzar la línea fronteriza.
“Desde recién nacidos hasta de 13 y 14 años. Han llegado hasta menores de edad, entre 13 y 16 años, solos desde Centroamérica”, asegura la joven.
Albergue para inmigrantes
“Ellos tienen su mente en cruzar al otro lado así los agarren. Y cruzan y cruzan, intentan e intentan hasta… digo yo, se dan por vencidos”, explica a Metro Erika González, supervisora de la Casa del Migrante, hogar que brinda albergue a Amílcar, a Escoto, a Castro y a miles de almas cuyo norte es llegar “al norte”.
“Aquí vienen a dormir, cenar, bañarse, descansar, a cargar baterías, como dicen, para luego seguir su camino”, manifiesta González, quien señala que al hogar llega todo tipo de personas, incluso familias completas con niños de pocos meses de haber llegado al mundo.
“Desde recién nacidos hasta de 13 y 14 años. Han llegado hasta menores de edad, entre 13 y 16 años, solos desde Centroamérica”, asegura la joven.
“Hace poquito llegó una persona de Honduras, sin piernas, que las perdió por caerse de la Bestia y llegó en sillas de ruedas…“Desde recién nacidos hasta de 13 y 14 años. Han llegado hasta menores de edad, entre 13 y 16 años, solos desde Centroamérica”, asegura la joven. han llegado sin brazos, sin dedos, muy lastimados, muchachas violadas, es decir, de todo por querer cruzar. Llegan con la ilusión de que está fácil cruzar, pero no. A veces, los detiene ‘la migra’, mueren del calor, o las pandillas los secuestran para extorsionar a sus familias, o los matan. Es un peligro”, puntualiza González.
Su testimonio es validado por un informe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que suscribe que, hasta el 20 de noviembre de este año, la cifra de migrantes muertos o desaparecidos en la frontera de Estados Unidos con México es de 334.
Y es que, a pesar de este escenario y del que se pueda encontrar una vez cruce a la tierra gobernada por Trump, Amílcar, el padre del joven ultimado por los mareros en Guatemala, sigue firme en su deseo de estrenarse en la peligrosa travesía. Él, como millones de personas, idealiza a los Estados Unidos y, aunque carece de recursos y de un plan para cruzar la frontera, asegura que la fe lo ayudará a lograr su cometido.
“La verdad es que solo un milagro espero. No tengo idea de cómo cruzar ni por dónde cruzar. Sé que es algo muy complicado, pero es algo que todos tenemos, la idea de cruzar allá. Uno, para refugiarse un poco y descansar de las amenazas que le hacen, y otro, las facilidades de trabajo para poder sacar adelante a la familia”, sentencia.