Recientemente, el Gobierno informó el resultado de la investigación encargada a la Universidad de George Washington sobre las muertes como consecuencia del devastador huracán María. Qué mucha información para digerir y cómo puede describir un número —una estadística— la realidad social de un país. Anteriormente, otras entidades y medios de comunicación puertorriqueños habían expresado sus hallazgos y todas, absolutamente todas, confirman la cruda realidad de miles de muertes. Ello sumado a la negligencia e ineptitud del secretario de Seguridad Pública, quien se aferraba a 64, un espejismo numérico, para con ello defender su ineptitud y la de todo un Gobierno.
Durante todo un año, se han discutido las diversas realidades y consecuencias del huracán, desde la falta de planes gubernamentales para atender la crisis, hasta la fragilidad del sistema eléctrico, la debilidad del sistema de comunicaciones, los pocos abastos de gasolina, el problema de la importación de alimentos y la ausencia de una política pública alimentaria, la deforestación de nuestros bosques y su relación con las inundaciones, los miles de hogares construidos de forma precaria, la quiebra gubernamental y la ausencia de servicios poshuracán, el trato discriminatorio y negligente del Gobierno federal ante su responsabilidad con la colonia, la corrupción gubernamental y de diversos sectores económicos que hicieron de la crisis su panacea ilegal e inmoral. La lista es interminable y dolorosa. Todos estos factores están vinculados a unos problemas fundamentales de esta sociedad, de este país, de esta nación: la pobreza, la desigualdad social, la injusticia humana, el desprecio institucional y la impunidad de los responsables históricos de la violación de derechos humanos y sociales.
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Antes de que cualquier informe o estadística lo confirmara, lo sufrimos y lo atestiguamos en el diario vivir, en el recorrido por el país, en los reclamos sociales de infinidad de organizaciones, el llamado a la acción de los voluntarios y las comunidades, las imágenes y los artículos de prensa y la angustia desesperada de miles de familias nos azotaban en la cara, con la contundente realidad de que, en nuestro país, todos los días fallecían personas: por no recibir servicios salud, por no llegar el tanque de oxígeno, porque no podían ir a la diálisis, porque eran personas de edad avanzada abandonadas, porque padecían enfermedades complejas y terribles, porque la desesperanza los arropaba, porque la falta de energía eléctrica mutilaba sus servicios médicos, porque la insulina no llegaba, porque el medicamento se dañaba, porque la motivación y el deseo de vivir se apagaba. Toda esta realidad porque eran y son pobres, porque el inmenso manto de la desigualdad los cubría de cuerpo entero; no solo a una persona, sino también a su familia, a su calle, a su comunidad, a todo un país.
Se seguirá escribiendo de esta realidad, se publicarán los hallazgos y las conclusiones en los informes con palabras científicas y rebuscadas, acompañados de música, con descarados asumiendo una responsabilidad vacía y sin consecuencias. Lo que no habrá son respuestas, reconstrucción social, económica y política, que son urgentes e imperativas.
Es necesario que renuncien y se larguen los irresponsables. Es tiempo de adjudicar responsabilidades, de la denuncia, de la indignación y de la acción, y continuar con el optimismo con perseverancia, con esperanza, para lograr el cambio y la transformación a una sociedad solidaria y justa. Es nuestra obligación y el camino a recorrer.