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Lea la opinión de Julio Rivera Saniel

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Don Víctor Hugo Ruiz Ramos murió el 27 de septiembre de 2017, exactamente una semana después del paso del huracán María. Era paciente de enfisema pulmonar, pero la falta de electricidad e incomunicación en Corozal evitaron que siguiera las terapias que le ordenó el doctor. Así que sin terapias, sin electricidad y con una esposa, que acababa de sobrevivir a un derrame cerebral, se vio en la necesidad de hacer una fila de dos días para tener gasolina en su carro y moverse si fuera necesario. El segundo día todo cambió. Don Víctor sufrió una recaída y se desplomó frente a la casa de su hija. En medio de la oscuridad de aquella noche, su hija corrió y logró detener una ambulancia que se dirigía a una emergencia cercana. Don Víctor recibió ayuda de los paramédicos, pero no fue suficiente. Murió. Y lo hizo cuatro meses antes del nacimiento de su nieta, que hoy lleva por nombre Victoria. Para su familia, indudablemente, don Víctor murió como consecuencia del huracán María y sus efectos. Pero ni la de él ni las de otros cientos de puertorriqueños fallecidos de manera directa o indirectamente relacionada con la emergencia, figuraban entre las 64 muertes certificadas por la Oficina de Seguridad Pública. Por eso, su viuda e hijas no lo pensaron dos veces antes de ir al Capitolio para dejar allí un par de zapatos. “Quería que la gente supiera que Vitín murió. Que era una persona, no un número. Quería que su muerte contara”, me lanzó la viuda del hombre que me abrió las puertas del hogar familiar.

“Esta es gente de carne y hueso, que está allí arrodillada, recordando a sus seres queridos perdidos. No lo mezclen con política”, dijo con ojos llorosos la misma hija a la que le tocó comunicarle al resto de la familia la muerte del hombre de 64 años.

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El llamado de la mujer tenía como blanco un solo tipo de receptor: aquel que ha intentado impregnar el gesto de cientos de llevar sus zapatos a ese improvisado camposanto con esa carga partidista que todo lo impregna, que todo lo ensucia, incluso la sensibilidad esperada ante la tragedia ajena; aquel que ha intentado restar importancia a las pérdidas de miles en todo el país o que, por lo contrario, intenta ganar capital político con sus tragedias. A todos ellos.

La familia de don Víctor, como las de otros tantos perdidos en medio de la confusión de la tragedia, reclaman certeza y empatía, números claros. Y la posibilidad de que los errores que han impregnado el presente proceso de contabilidad de bajas no se repitan en el futuro.

El país ya ha adjudicado que los números oficiales no corresponden con la realidad vivida como colectivo. Por eso, más allá de ocupar su tiempo en negar la existencia de un problema, corresponde al Estado aceptar la comisión de un error y, como consecuencia, explicar cómo hará para enmendarlo. Garantizar la transparencia de las instituciones, pero de la verdadera, no solo para quienes reclaman información respaldados por apellidos de nombres exóticos. Esa es la verdadera asignatura pendiente.

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