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En la diáspora nos volvemos más boricuas

Cuando llegamos a ese frío sin música con calentura ni unos amarillos tapa vena, nuestro ser comienza a extrañar nuestra tierra y la puertorriqueñidad aflora. Lee la columna de Karla Figueroa-G

Karla Figueroa G

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La columna de hoy sale tarde por una simple y sencilla razón: esta semana trabajé unas módicas 55 horas, así que cuando me senté a escribir el viernes en la noche… Dios mío, lo que salía estaba peor que las canciones de mi hermosa Indy Flow. Sin embargo, luego de dormir 10 horas, creo que ahora sí las palabras fluyen como agua en Carraízo.

Entonces, si hay algo que he aprendido de mi experiencia en la diáspora es que cada quien tiene su propia historia. Que “lo que vive la diáspora” no es algo que se pueda generalizar. Algunos se la ven más fáciles que otros, el que se muda solo (como yo) puede caer en depresión por un tiempito, algunos se adaptan bien rápido, mientras que otros odian a “los united” por el resto de su vida… y así, cada quien es un libro.

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Pero hay una cosa que sí veo en la mayoría de las personas en la diáspora; creo que sí hay un constante. Y es que tan pronto salimos de la isla, el “ser boricua” es algo que siempre se tiene a flor de piel. Son muchos los días que se sienten como “El Día de la Puertorriqueñidad” que celebran en las escuelas.

Cuando uno está lejos de los suyos comienza a entender el significado de la palabra “patria”. Te das cuenta (otra vez) que Rubén Blades sabe de lo que habla. Aprendes que patria es el olor de las azucenas o el sonido de la voz de tus viejos. Aprendes que la patria se lleva en la personalidad y las reacciones, en la felicidad y en la tristeza.

En la diáspora se aprende a llamar a tu familia y saber “cómo están las cosas en la casa” tan solo por escuchar el tono con que te hablan. Empiezas a entender por qué en la Parada Puertorriqueña de Nueva York todo el mundo anda con camisas de Bejuco y coquís verdes. También sabes que tu momento de brillar es ese en que alguien te pregunta: “¿Puerto Rico es lindo?”. Aprendes que patria es que abuela venga a visitar y te haga un poco de esa sopa que te comías en el counter de su cocina.

Escuchar a alguien con tu acento te emociona tanto como ver a Mónica Puig o a “Los Nuestros” alzar la monoestrellada. Un poco de arroz amarillo con habichuelas guisadas se convierte en un pasaje a casa, y que alguien eche a freír un par de tostones es sinónimo de volar un momentito a la casa de tu tía. La palabra “mofongo” te hace sonreír aunque no te guste el plátano, y una salsa del Gran Combo te hace bailar aunque tengas los dos pies izquierdos.

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Es más, cuando vives en la diáspora empiezas a extrañar hasta lo que odiabas, por ejemplo, cuando yo encuentro un hoyo en las autopistas de Los Ángeles, celebro y grito: “Puñeta, aquí también hay hoyos”. Y cuando sale reguetón sucio en la radio, bajo los cristales y lo pongo a “to’ fuete” (aunque esté pasando por Beverly Hills) para que sepan que en mi joya caribeña se perrea de verdad.

El dejarlo todo en busca de ese American Dream que nos vendió “La Guagua Aérea” hace que nos agarremos aun más a nuestras raíces. Hace que el sonido del tambor te recuerde que debiste haber aprendido a bailar Bomba… Pero más que nada, el estar lejos de nuestro 100 X 35 te hace apreciar el haber nacido ahí porque te das cuentas que todo lo que vivimos nos hizo más fuertes que el resto de las personas. Aprendes que sí, en Puerto Rico “la cosa no es fácil”, pero eso es lo que hace que lleguemos acá con el cuero más duro que el de los demás.

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