La reciente militarización de nuestra Isla trae a la memoria la experiencia de 1898, cuando Puerto Rico fue “cedido” a Estados Unidos mediante el Tratado de París, tras la victoria de esa nación sobre España en una guerra desatada originalmente en territorio cubano.
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Desde entonces, hemos vivido bajo una administración colonial que comenzó con gobernadores militares y que consolidó su poder con la construcción de bases como Roosevelt Roads en Ceiba, Borinquen Field en Aguadilla y la de Isla Grande en San Juan.
Aquellas maniobras militares, supervisadas por el presidente Franklin D. Roosevelt, prepararon el escenario para la Segunda Guerra Mundial y para el uso de Puerto Rico como un “portaaviones insumergible”.
Nuestra historia, lamentablemente, ha estado marcada por la experiencia militar.
Vivimos los momentos gloriosos de la salida forzosa de la Marina de Vieques y Culebra y el cierre de Roosevelt Roads en 2004, pero hoy, bajo una supuesta “democracia colonial”, esta base se ha reactivado sin nuestro consentimiento.
Nuevamente surcan nuestros cielos aviones de combate cazas F-35, fruto de la decisión unilateral de Donald Trump de remilitarizar la Isla, con el pretexto de combatir el narcotráfico en Venezuela.
En realidad, se trata de una maniobra de poder que ignora el derecho de los pueblos a su autogobierno.
Con líderes como Trump o Netanyahu, el mundo presencia el resurgir de un orden neodictatorial y fascista.
Resulta paradójico que, al igual que en 1898 algunos celebraron la invasión con vítores y banderas, hoy haya quienes festejan la reapertura militar, esperanzados en los empleos o los beneficios económicos que traerá.
Peor aún, familias enteras acuden a ver los ejercicios aéreos como si fueran espectáculos, ajenas al trasfondo bélico y político. Así normalizamos la violencia y nos acostumbramos a las noticias de guerra, a vivir con miedo o a armarnos “legalmente”, como si la militarización fuera parte natural de la vida. Y en ese proceso, la paz se nos escapa, cada vez es más lejana y efímera.
Sin embargo, muchos en este país no queremos resignarnos a este estado de cosas. Anhelamos la paz y creemos que ese es el estado natural e ideal de convivencia humana. Desde la visión cristiana, la paz es parte esencial de la vida plena anunciada como buena nueva de salvación.
En otras religiones y filosofías, también se reconoce la paz como la expresión más alta del buen vivir. Pero alcanzar la verdadera paz requiere esfuerzo consciente e intencional de disciplina moral y acciones concretas. La paz no solo son discursos ni banderas de activismo político.
La paz se construye día a día, incluso en los entornos más adversos. Para ello se necesitan modelos que involucren a todos los sectores, especialmente al sistema educativo. No conocemos en nuestras escuelas públicas tradicionales un programa formal dedicado al fomento de la paz. El tema se ha dejado casi exclusivamente en manos de grupos religiosos —a menudo desprestigiados en una sociedad laica—, olvidando que la paz trasciende credos y fronteras políticas, porque en su esencia es un bien universal.
Existen ejemplos inspiradores en otras latitudes de nuestro planeta. En Dinamarca, por ejemplo, desde los primeros grados se enseña la empatía como fundamento de la convivencia pacífica. La meta es formar seres humanos emocionalmente sanos y socialmente responsables.
A nivel internacional, la Organización de las Naciones Unidas ha promovido la paz desde 1946, aunque sus logros sean imperfectos. Poco se conoce, sin embargo, del Pacto Roerich de 1935, firmado por 21 Estados Americanos bajo el liderazgo de Franklin D. Roosevelt.
Su impulsor, Nikolai Roerich, artista y filósofo ruso, propuso la Bandera de la Paz, símbolo presente en muchas culturas ancestrales. La misma es un círculo rojo que encierra tres puntos también rojos sobre un fondo blanco. Esta bandera representa la protección de la cultura y la educación como pilares de la paz duradera.
Inspirada en ese legado, la Fundación Artesanos de la Paz —una organización con sede en Chile— ha desarrollado un Programa de Formación de Líderes de Paz que complementa la educación tradicional. Su objetivo es cultivar valores, comportamientos y actitudes que promuevan la empatía, la cohesión social y la convivencia armónica: una auténtica cultura de paz.
Puerto Rico necesita, más que nunca, adoptar una agenda similar. Enfrentamos una sociedad marcada por la violencia, la desigualdad y la pérdida de esperanza, agravadas ahora por la amenaza de la remilitarización. Pero la paz no se decreta ni se impone: se educa, se practica, se encarna. Solo cuando la cultivemos en nuestras escuelas, comunidades, hogares u en las esferas políticas, podremos dejar atrás el miedo y la dependencia, para afirmar con convicción que, verdaderamente, la paz es el camino.