Opinión

Sin protección, sin propiedad: el vacío legal que perpetúa la violencia económica

Lea la columna de la Dra. Natalie Pérez, especialista en temas de violencia de género.

“Fui la arquitecta de su negocio. Lo apoyé en toda su estructura organizacional, conocía los contactos y me encargaba del seguimiento. Hoy, él conserva los frutos de ese esfuerzo compartido, y yo me quedé sin respaldo alguno. Todo esto se dio a pesar de las humillaciones y maltrato constante que recibía. Cuando decidí romper con el ciclo, presenté evidencia de mi aportación, pero como nunca nos casamos, no tuve derecho a reclamar nada”.

Así relató una mujer sobreviviente a diversas formas de maltrato tras 15 años de convivencia. El sistema sí validó el ciclo de violencia, más no consideró que tuviera derechos económicos debido a que no estaba legalmente casada.

El resultado es devastador. Muchas mujeres y hombres, además de enfrentar la ruptura emocional y la posible violencia física o psicológica, deben lidiar con una pérdida económica total. En muchos casos, no denuncian, no se van del hogar o regresan con la parte agresora porque carecen de recursos y opciones viables. Cuando sí logran salir, enfrentan pobreza, exclusión y una justicia que no les reconoce como coautoras de lo construido.

En Puerto Rico y muchas otras jurisdicciones, la violencia económica continúa siendo una de las formas menos visibilizadas de maltrato dentro de las relaciones de pareja. A pesar de los avances en materia relacionada con la violencia doméstica, persiste un vacío legal preocupante que deja en situación de vulnerabilidad a muchas mujeres y hombres que, tras años de convivir con sus parejas sin estar legalmente casadas, quedan despojadas de todo al momento de la separación.

Cuando una mujer invierte años en una relación no matrimonial —aportando al hogar, respaldando el desarrollo profesional de su pareja, colaborando en emprendimientos o asumiendo tareas invisibilizadas como el cuidado de hijos o familiares— lo hace desde una lógica de vida en común. Sin embargo, si la relación termina, suele descubrir que no tiene derechos patrimoniales reconocidos sobre bienes, cuentas bancarias, propiedades o negocios construidos durante esos años. Esta situación también puede ocurrir a la inversa, ya que nuestra realidad social ha ido transformándose. Cada vez son más las mujeres que se enfocan en su formación académica y crecimiento profesional, así como en destacarse en el ámbito empresarial, delegando en ocasiones las tareas de cuido en el hombre.

Este desamparo legal no es anecdótico; forma parte de las grietas estructurales que perpetúan la violencia doméstica. En ausencia de un vínculo matrimonial, no existe comunidad de bienes ni mecanismos automáticos de compensación, lo que deja a muchas víctimas en una posición de absoluta desprotección. Aunque la relación haya operado como una verdadera sociedad de vida —con aportaciones económicas, emocionales y familiares significativos—, la ley la ignora, tratándola como si nunca hubiese existido. Esta omisión no solo invisibiliza el esfuerzo de la persona afectada, sino que puede convertirse en una forma adicional de violencia institucional que prolonga el control y el daño ejercido por el agresor, ahora desde el sistema legal. Valdría la pena preguntar:

¿Es justo que el acceso a derechos patrimoniales, fuera del contexto de violencia doméstica, esté igualmente condicionado?

La respuesta a esta pregunta es afirmativa, siempre y cuando se pueda demostrar la aportación y corresponsabilidad en la relación de pareja. No se trata de deslegitimar el estatus del matrimonio y todos los derechos automáticos que se le confieren, sino de hacer valer los derechos de todo aquel que evidencie que fue parte de las aportaciones dentro de la relación de pareja. De lo contrario, el mero hecho de no considerarlo es violencia, no solo por la pareja que no lo desee reconocer, sino que también por el sistema.

Ante este contexto muchos dirían “bueno, pues que se casen”. Pero lo que nadie piensa es que, detrás de las realidades que enfrentan las víctimas es su deseo por formalizar legalmente la relación, más no compartir ese anhelo con la otra parte. Ante esta realidad pudieran otro decir “si el otro no desea casarse, pues que lo o la deje”. Esta sería la reacción natural fuera del contexto de violencia doméstica, pero cuando se está en este ciclo, recordemos que es cuesta arriba tomar decisiones. Igualmente, no se trata de promover el matrimonio como único modelo de protección, sino de reconocer jurídicamente las uniones de hecho prolongadas, en las que muchas mujeres y hombres entregan su tiempo, habilidades y energía sin que eso les garantice ningún derecho. Lo anterior es una práctica desigual por parte de las jurisdicciones.

Es momento de problematizar y contemplar que la violencia económica, como dinámica de poder y control dentro de las relaciones de pareja, debe ser reconocida como una forma de maltrato que puede empobrecer, paralizar e invalidar a las víctimas. Es urgente que el Estado legisle con perspectiva de género para proteger a quienes quedan en el ¨limbo¨ legal tras años de relaciones informales, pero profundamente comprometidas.

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