La reciente decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos de permitir que el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, en inglés) acceda a la base de datos del Seguro Social no es un detalle técnico. Es una alerta para todos los ciudadanos.
La pregunta que muchos se hacen es muy válida: ¿por qué esta decisión es peligrosa si partimos de la premisa de que el gobierno tiene información de todos los ciudadanos? La respuesta es sencilla: porque no sabemos quién va a acceder a esa información, cómo se va a usar, ni si habrá mecanismos reales de supervisión.
No se trata de crear paranoia ni de cuestionar por cuestionar. El riesgo está en el acceso masivo y sin filtros a datos personales altamente sensibles. Cuando el DOGE, o cualquier otra agencia, puede ver tu historial laboral, ingresos, dirección, números de Seguro Social, entre otros, sin una orden judicial o consentimiento ciudadano, se borra una línea de protección clave: la del debido proceso.
Además, este precedente normaliza una lógica de vigilancia sin freno. Hoy es para “identificar fraudes”, mañana podría justificarse por razones administrativas, luego por conveniencia política. Cuando el acceso se amplía sin controles reales, el poder sobre los datos se aleja del ciudadano y se concentra en sistemas que no rinden cuentas claras.
El ciudadano común, el que trabaja, estudia, aporta y simplemente quiere vivir en paz, merece saber qué información suya está disponible, quién la ve y con qué propósito. La transparencia no debe ser una cortesía, sino una obligación.
Esta decisión debe impulsarnos a exigir marcos de protección más robustos. Pero sobre todo, debe abrirnos los ojos: la privacidad no es un lujo ni un tema de élites tecnológicas. Es un derecho humano que necesita vigilancia constante porque sin privacidad, tampoco hay libertad.