Durante el fin de semana de Pascua, millones de cristianos conmemoramos los acontecimientos más importantes de nuestra fe: la muerte y resurrección de Jesús. En su entrega, encontramos el modelo supremo del servicio. La cruz no es solo una conmemoración histórica, sino el fundamento de una vida de entrega y amor al prójimo. Por tanto, el mensaje de la cruz no puede reducirse a un evento litúrgico o a la esperanza de salvación personal, sino que debe unirnos en un propósito mayor: ¡servir!
El apóstol Pablo nos recuerda que en Cristo somos nuevas criaturas, reconciliadas con Dios y llamadas a la reconciliación con el prójimo (2 Corintios 5:16-21). Esta reconciliación no es un concepto teórico, sino una vivencia que se traduce en servicio y justicia. La cruz no nos separa en grupos de poder, sino que nos convoca a caminar en unidad, sanando heridas y construyendo un mundo más justo. Nos impulsa a ser una voz profética que denuncia la injusticia y anuncia la esperanza, uniendo lo espiritual con lo social.
La cruz nos llama a servir con humildad y justicia, pero a lo largo de la historia, ha sido utilizada también como un instrumento de dominio y exclusión. En muchas regiones, y Puerto Rico no es la excepción, sectores religiosos han instrumentalizado la fe para consolidar hegemonías y restringir derechos en nombre de la moral cristiana. El llamado “nacionalismo cristiano” ha distorsionado el mensaje del evangelio, convirtiéndolo en un dispositivo de control social en lugar de un llamado a la reconciliación. Como advierte el teólogo puertorriqueño Luis Rivera-Pagán, “la sacralización de los derechos religiosos ha llevado a justificar desigualdades estructurales y sistemas de opresión”. Ante esto, surge una pregunta urgente: ¿reflejamos la cruz en el servicio o en la ambición de poder?
Si la cruz nos une para servir, nuestra espiritualidad debe ser un compromiso con las personas más vulnerables. Bien lo expresó el teólogo cubano Sergio Arce: “Lo que le toca a la teología es enjuiciar la praxis de los cristianos desde la perspectiva de la fe para hacer posibles las opciones políticas, sociales e ideológicas apropiadas a la fe que decimos tener, en respuesta a las exigencias de esperanza, de justicia y de amor solidario”. No podemos hablar de reconciliación si nuestra fe no es un compromiso con la justicia y la dignidad de todos. La fe nos impulsa a transformar estructuras injustas y acompañar a quienes sufren.
Lo que Pablo nos recuerda es que, en Cristo, portamos un mensaje de reconciliación que va más allá de palabras y credos. Como iglesia, nuestra tarea no es consolidar privilegios religiosos, sino encarnar la justicia del Reino: atender a quienes lo necesitan, defender a quienes se les margina y promover la paz. La fe sin acción es estéril; la cruz sin servicio es solo un símbolo vacío. Predicar la reconciliación sin luchar contra la opresión y sin servir a las personas más vulnerables, vacía el evangelio de su poder transformador. Nuestra fe nos llama a levantar la voz por la dignidad y la vida de toda persona.
Así como Cristo entregó su vida por la humanidad, también se nos convoca a vivir con el mismo compromiso. La verdadera plenitud de nuestra fe no está en acumular bienes o en buscar reconocimiento, sino en entregarnos por una causa mayor: el amor radical que transforma vidas. La cruz nos une para servir, para darnos por completo, para ser luz en medio de la oscuridad y demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier división.
El mundo necesita personas cristianas que reflejemos la humildad y la entrega de Jesús, que vivamos con el propósito de sanar heridas y ser agentes de esperanza. Si realmente valoramos el sacrificio de la cruz, nuestro compromiso debe ser con la justicia, la misericordia y el amor incondicional. La cruz nos llama a proclamar el evangelio con nuestras palabras, pero sobre todo con nuestra praxis diaria. Esta praxis debe ser profética y no basta con predicar la reconciliación; es necesario denunciar todo aquello que oprime, deshumaniza y destruye la Creación de Dios.
La Pascua nos recuerda que Cristo nos ha llamado a una vida nueva, marcada por el servicio y la entrega. No permitamos que su sacrificio se convierta en un simple recuerdo, sino que sea el motor que impulse cada una de nuestras acciones. Que nuestra vida sea un reflejo de la cruz, no solo en nuestras palabras, sino en la manera en que servimos y amamos al prójimo. La cruz nos une para servir, no para dominar. Nos llama a sanar heridas y a testificar de un amor que no busca imponerse, sino transformar con gracia y verdad. Vivamos nuestra fe como un testimonio activo de justicia, esperanza y restauración, llevando el amor de Cristo a cada rincón del mundo.