Opinión

Cuando un amigo se va...

Lea la columna del profesor Samuel Figueroa Sifre

Nunca conocí al papa Francisco (aunque no sé si eso es del todo cierto), pero era mi amigo, y lo extraño. De eso sí estoy seguro. No puedo evitarlo. Es como si siempre hubiera estado cerca de él. Su sonrisa de pastor amoroso llenaba mi espíritu. Me hacía sentir seguro, sabiendo que el Evangelio vivía en sus acciones.

Años atrás, conocí a otro pastor jesuita. Era obispo de una antigua diócesis africana en Túnez y obispo auxiliar de Caguas. Tendría yo unos 13 años cuando escuché en casa las discusiones sobre cómo un obispo católico organizaba la conmemoración del centenario de la revuelta de Lares. Años después, al llegar a la Universidad en 1973, me lo encontré en el estacionamiento de tierra frente al recinto de Río Piedras —hoy Plaza Universitaria— junto a los estudiantes que habíamos optado por la huelga universitaria como forma de lucha. Estaba allí para recordarnos que no estábamos solos, que también había un pastor para nosotros. Me refiero, por supuesto, a monseñor Antulio Parrilla Bonilla.

Más adelante conocí a su sobrina Nilca, a quien tanto amé, y a su hermano Pedro, pastor bautista que fue como un padre para mí. Visité a monseñor Parrilla en su casa en Río Piedras, y en ocasiones lo llevé a su retiro en Trujillo Alto. Son regalos de vida que no se olvidan. Mi corazón se encogió cuando no pude estar en Puerto Rico cuando falleció. A veces uno no comprende del todo ciertas experiencias sino hasta mucho después. Antulio era un hombre de iglesia, un pastor universitario —sin necesariamente llevar ese título—, para todos los que compartíamos la esperanza del Reino anunciado por Jesús, y que intentábamos con nuestras vidas hacerlo realidad.

Al papa Francisco no lo conocí, pero era mi amigo. Me hubiera llevado muy bien con él. Le gustaba el buen vino y el tango —aunque yo solo podría haberlo aplaudido porque se me enredan los pies—, pero ¡cuánto lo hubiera celebrado! Su arraigo doctrinal, unido a su sensibilidad pastoral, me recordaba al obispo Parrilla. Cuando lo escuchaba alzar su voz por la justicia, sabía que había conocido a Jesús.

Francisco no lavó los pies un Jueves Santo en la basílica de San Pedro. Fue a las cárceles de Roma, aún días antes de fallecer, a buscar a los olvidados: mujeres, inmigrantes, pobres, quienes cargaban con el peso amargo de la existencia. Amaba a los niños, especialmente a los que vivían con necesidades especiales. Los reconocía, los abrazaba con la ternura de un pastor que no deja una sola de sus ovejitas errabunda.

Cuando visitó Tierra Santa, se detuvo frente al muro levantado por los opresores del pueblo palestino. Sentí que quería derribarlo. No pudo, pero su sola presencia allí bastaba para decirle a unos y a otros —incluyendo a muchos cristianos— que ese no era el camino, que ese no era el mensaje de Jesús.

Le abrió espacio en la iglesia a las mujeres y a las personas de la comunidad LGBTQ+. Nos recordó que nadie tiene derecho a juzgar, que todos estamos alejados de Su gracia, pero que esa misma gracia es la que nos sostiene y renueva. Reivindicó la dignidad humana como inviolable. Nos dijo, sin rodeos, que esas personas son nuestros hermanos, hermanas, hijos e hijas, y que deben ser tratados con toda la dignidad que eso implica.

Aun dentro de su ortodoxia doctrinal, promovió que cada vez más mujeres ocuparan posiciones de liderazgo en la Iglesia. Hoy, hay más mujeres en funciones de autoridad en el Vaticano que en muchas corporaciones capitalistas en el mundo, especialmente en los EE. UU. También en eso fue pastor.

Y no nos dejó sin una palabra sobre el espacio físico que habitamos. Nos llamó la atención sobre la necesidad de cuidar la naturaleza, herida por nuestros descuidos y por la avaricia de un sistema que prioriza la acumulación sobre el bienestar común, que explota sin límites y olvida el valor de compartir. En Laudato Si, nos recuerda que la Tierra es nuestra casa común —nuestra oikumene—, el hogar de toda la humanidad. Es el espacio donde personas de todas las religiones, corrientes espirituales y filosóficas pueden convivir en paz, y por eso, merece nuestro compromiso y cuidado.

No, no conocí personalmente al papa Francisco. Pero era mi amigo.

Gracias por todo querido Francisco. Gracias querido Antulio. Hubiera querido decirles adiós, decirles cuánto significaron en mi vida. Gracias por enseñarme lo que es vivir la fe cristiana con compasión, valentía y ternura. Estarán siempre en mi mente, en mi recuerdo y en mi corazón.

Adiós, amigos queridos.

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