Si ser mujer solo fuera sinónimo de fuerza, sacrificio, tristeza, dolor, persistencia, alegría, esperanza y amor, entonces ser mujer solo sería un acto sujeto a condiciones universales que caracterizan a la humanidad en general. Pero hay algo más, no existe civilización que no haya sido gestada en nuestros vientres, que nuestros senos no hayan amamantado y que no hayan crecido en nuestras faldas, bajo nuestro arrullo y protección. En este tiempo posmoderno, repleto de contradicciones, y de ambigüedad, conservar y proteger nuestra identidad es arriesgado, pero imprescindible. Una batalla en la guerra moral y cultural, que no debemos soslayar, si es que pretendemos dejarle un legado superior a nuestras hijas.
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La esencia de lo que somos es una huella innegablemente tallada en nuestros cuerpos y en nuestras almas. Intencionalmente cada rincón atestigua de nuestra singular y excepcional identidad. Hay ideas que, aunque muy vanguardistas parezcan, chocan estrepitosamente con la realidad biogenética; nuestro diseño es distinto y atestigua que somos dotadas para una labor singular y exclusiva. Lo deteste, quien lo deteste. No somos una mera o exclusiva construcción social. Nuestras evidentes e innegables diferencias sexuales y psicológicas no son opresivas. Son lo que son: naturaleza, identidad y verdad. Abrazarlas nos hace verdaderamente libres.
De tanto en tanto me pregunto, ¿cómo es que la “defensa” de la mujer ha parado en manos de grupos que a todas luces desprecian la condición de mujer? ¿Cuánto nos comienza a costar esta supuesta liberación y reivindicación? Sumemos todos los hijos asesinados en nuestros vientres, la mutilación de nuestras hijas en los quirófanos para darles un supuesto “género” masculino, la explotación y comercialización sexual con nuestro consentimiento y el desprecio a lo sexualmente natural. Añade el que ahora son los hombres los que tienen legitimidad a la hora de definirnos como mujeres, de decirnos qué podemos decir y por cuáles derechos debemos abogar. Vale la pena que las mujeres se pregunten seriamente si realmente nos ha beneficiado ese feminismo deconstructivo y rabioso que se pasea por nuestras calles. Su verdadero legado es una fragmentación de nuestra identidad e integridad. Dualismo que nos deshumaniza y nos lleva a despreciar nuestro telos o propósito.
Es innegable que la cultura influencia en cómo respondemos a nuestra naturaleza de mujer, pero la cultura no crea mujeres. Ser “mujer” no es un disfraz. “Mujer” no es una idea en la cabeza de un hombre. Mujer no es una “persona menstruante” o “persona con vulva”. “Mujer” no es un ser indefinible. He leído los múltiples argumentos que se utilizan para concluir que lo femenino no reside en última instancia en el cuerpo sino en la mente. Estoy al tanto de las expresiones que buscan afanosamente establecer que las mujeres biológicas no tienen experiencias comunes que sirven para definirlas como tal. Estoy convencida que es allí donde habita la verdadera misoginia y regresividad. Lo tengo clarísimo, uno de los objetivos de negar la importancia del sexo biológico es erosionar hasta desaparecer la idea de que las mujeres tienen sus propias realidades biológicas y unificadoras que las convierten en un grupo social único y distintivo.
Para defender los derechos de la mujer, no hay que ser cómplice de su desvarío. Que este 8 de marzo la mujer pueda volver a ser mujer. Orgullosa de quien es por naturaleza, derivando así genuino respeto, dignidad y valor.
Mujer, tu diseño es único y tu propósito supremo, celébralo y resiste a quien mintiendo te diga lo contrario.