Opinión

Alejandro Figueroa: El dilema de los documentos clasificados

Lee aquí la columna del abogado estadista.

El descubrimiento de documentos clasificados en las casas del presidente Biden y del exvicepresidente Mike Pence puede ofrecer una lección importante para la nación.

Desafortunadamente, no es la lección en la que se han enfocado los discursos de unos y otros en Washington, lanzando críticas sobre la dejadez e irresponsabilidad de cada cual. La realidad que ha revelado esta controversia de los documentos clasificados es que desde hace más de un par de décadas el gobierno ha clasificado demasiado y esto implica, inevitablemente, que los funcionarios a cargo de estos asuntos no pueden concentrarse en proteger la cantidad limitada de secretos que realmente necesitan atención.

Desde entonces, el problema no ha hecho más que crecer.

¿Cuán grande ha llegado a ser el problema? Bueno, en el 2017, los funcionarios tomaron 49 millones de decisiones de clasificación, ya sea en papel o, cada vez más, en medios electrónicos, según la Oficina de Supervisión de Seguridad de la Información del gobierno, que fue creada hace 45 años por el presidente Carter para establecer una política para la gestión del sistema de clasificación.

Ese fue el último estimado anual: el número ha crecido tanto que los funcionarios han dejado de intentar llevar cuenta.

¿Cuánto de eso realmente requiere clasificación como secreto?

Un estimado en respuesta a esta pregunta fue provisto recientemente por el exgobernador de Nueva Jersey, Thomas Kean, después de presidir la comisión que investigó los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Según el propio Kean, tres cuartas partes de lo que leyó como parte de la investigación que estaba clasificado no debía haberlo estado. Otros ex altos funcionarios han estimado que la proporción de clasificaciones innecesarias es mucho mayor, señalando que mucho de lo que aparece en los documentos clasificados involucra información publicada de forma rutinaria por la prensa.

Sí, hay alguna información que debe mantenerse en secreto, y tal vez los documentos hallados en la residencia del ex Vice Presidente Pence o en la oficina de Biden o en los armarios de Mar-a-Lago caigan en esa categoría. Por ahora, es importante tener en cuenta que realmente no sabemos qué involucran esos documentos y cuánto, si es que lo hicieron, el mal manejo de ellos puede haber puesto en peligro la seguridad nacional.

La sugerencia de que algo genuinamente desastroso pudo haber ocurrido es más probable en el caso del expresidente Trump dado el volumen de documentos encontrados en su poder, algunos de los cuales fueron destacados como “Top Secret”. El Departamento de Justicia no ha dicho cuál era el nivel de clasificación de los documentos encontrados en los archivos de Biden o Pence.

Pero, antes de que se fomente pánico colectivo por lo que los funcionarios de inteligencia llaman “derrame” de material clasificado, debemos hacer algunas preguntas básicas:

¿Qué estamos tratando de lograr en realidad? ¿Atiende adecuadamente el sistema de clasificación el problema que pretende evitar?

El sistema de clasificación existente involucra decenas de millones de documentos y millones de personas que deben tener acceso a ellos para poder hacer su trabajo. En ese sentido, inevitablemente crea problemas que son casi imposibles de evitar. Más allá de la vergüenza que sufren los altos funcionarios a los que se descubre que tienen material clasificado en sus archivos, el sistema impone cargas más tangibles.

Cumplir con los requisitos de clasificación pone obstáculos en el camino de los funcionarios gubernamentales para compartir información entre agencias, o, a veces, incluso entre diferentes oficinas en la misma agencia, y mucho menos para consultar a expertos no gubernamentales.

El almacenamiento de información resultante genera una especie de estrechez de pensamiento sobre algunos de nuestros problemas de seguridad nacional más importantes. Y como dicen muchos expertos en seguridad nacional, el sistema contiene enormes incentivos para la sobreclasificación y esencialmente ninguno para la apertura y transparencia.

En esencia, no hay mucho castigo por la clasificación excesiva pero sí para la liberación inadvertida. Un funcionario que divulgue indebidamente un documento confidencial podría ser multado, despedido o enjuiciado. Quien bloquea innecesariamente el acceso público no enfrenta una sanción real.

Además, aunque se supone que la mayoría de los documentos no se clasifican después de 25 años, en la práctica, las agencias suelen obtener prórrogas. El sistema para desclasificar documentos a lo largo del tiempo se ve obstaculizado por la falta de personal y nunca se ha convertido en una prioridad seria.

Algunos legisladores han propuesto cambiar el sistema para desclasificar automáticamente los documentos después de 10 años, con algunas excepciones estrictamente especificadas para proteger las fuentes y los métodos de inteligencia. Si una agencia quisiera mantener algo en secreto por más tiempo, tendría que demostrar la necesidad del secreto, en lugar de que la carga de la prueba recaiga sobre los defensores del gobierno abierto.

Otra posible reforma sería responsabilizar a los funcionarios por la cantidad que clasifican.

Las propuestas de reformas fundamentales como esa no han ido a ninguna parte en el pasado. Así como los funcionarios de seguridad nacional tienen grandes incentivos para sobreclasificar, los funcionarios electos tienen incentivos para evitar desafiarlos.

Pocos políticos quieren correr el riesgo de parecer laxos o despreocupados con la seguridad. Solo algunos pocos han querido abordar el tema. Ante la crisis que se vive por los documentos encontrados en las residencias de Trump, Biden y Pence, los ataques de parte y parte continúan. Veremos si habiendo tanto republicanos como demócratas en medio del tiroteo, el Congreso procede a atender el verdadero dilema y deja a un lado el ejercicio de guerra política.

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