Justicia tardía no es justicia. Esa frase con la que me he topado durante tantos años salta inevitablemente a mi atención al ver que tras casi 4 años de las denuncias iniciales del matrimonio compuesto por Luis Ramírez Walker y Chanelly Cortés aún no han sido atendidas por ninguna de las ramas del gobierno con el poder de hacerlo.
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Un ejemplo más de que la burocracia que ahoga nuestras instituciones, en ocasiones, el efecto de convertirlas en inservibles ante las necesidades de los ciudadanos.
El caso del matrimonio Walker Cortés saltó a la atención pública en 2020. Según relataban, acababan de mudarse a la casa que les convertía en vecinos de Carmen García Gutiérrez.
Un día después de la mudanza formal, ya habían comenzado los problemas, narraban. La mujer no solo les radicó una querella que provocó la visita de la policía, sino que también habría comenzado a acosarles con insultos racistas. A Luis le llamaba “negro sucio” o “negro apestoso de Loíza”.
A Chanelly la llamaba “puerca” porque había escogido como pareja a un hombre negro. Como punto de agravio, la familia afectada acusó -y evidenció en video- a la mujer colocando letreros abiertamente racistas en el balcón de su casa orientados hacia la residencia de la familia Walker Cortés.
En ellos, se burlaba incluso de la hija de la pareja.
El matrimonio descubriría varias cosas. La primera de ellas, que las leyes locales no tipifican como delito insultos de índole racial. Como mucho, podían aspirar a denunciar a la mujer por alteración a la paz. A los insultos y carteles, se sumó la colocación de múltiples radios que la mujer mantiene encendidos todos los días, a toda hora y a todo volumen.
Iniciaron los reclamos que han tratado de echar a mano de prácticamente todas las opciones posibles.
Desde la Policía hasta los tribunales. Del municipio de Canóvanas no se conoce nada. Denunciaron al hijo de la mujer que, según alegan, apuntó a Cortés con un arma de fuego. Pero nada ocurrió. Se citaron vistas ante el tribunal, y nada -o muy poco- ha ocurrido. En gran medida han quedado pospuestas una tras otra y aunque un tribunal en Carolina ordenó a la mujer apagar de inmediato sus aparatos de radio, la orden no ha sido cumplida pisoteando la determinación judicial sin que ello haya tenido consecuencias.
Un escenario poco menos que inverosímil si no fuera porque es en realidad insultante. El resultado ha sido condenar una una familia a vivir bajo el acoso de sus vecinos y, de paso, a tener que hacer su vida en un infierno de altavoces que le quita el sueño y las ganas al más fuerte.
Pero cuando se buscan respuestas a la inacción del Estado, solo se reciben excusas. Que si esa es la naturaleza de los procesos judiciales; que si es imposible evitar las posposiciones; que si no hay un recurso criminal activo; que si no se ha atendido de manera final el caso civil; que si una excusa tras la otra en una interminable fila de absurdos que solo pueden complacer a quien espere que el Gobierno sea un enorme aparato que funciona a empujones. Los de la opinión pública o los de las famosas “palas” ancladas en ese partidismo que enferma.
No sé cuál sea la razón detrás de la inacción. Las influencias o el amiguismo; la inherencia de un sistema dormido o la falta de sentido de urgencia. Lo que sé es que harta. Harta al punto de la náusea y la ira. Si ninguno de los brazos del Estado puede proteger la dignidad y calidad de vida de una familia, entonces qué nos queda.
Decía aquel antihéroe de la televisión mexicana, “Y ahora, ¿quién podrá defendernos?” Será que solo nos queda aquella vieja esperanza en el Chapulín Colorado. Sería gracioso si no fuera trágico. Me resistí a creerlo. Si el libreto de aquella comedia es lo que nos ha tocado, menudo mal chiste. Vergüenza es poco.