El apagón nuestro de cada día. Esto podría sonar como una exageración o un escenario familiar. Con más de 225,000 apagones documentados entre 2019 y 2024, la frase es más familiar de lo que se desearía para la cotidianidad del puertorriqueño de a pie.
Las familias han tenido que aprender a sobrevivir entre pérdidas económicas, incomodidades y riesgos de seguridad por un sistema eléctrico en ruinas.
En Río Piedras, el estudiante universitario Esteban Cruz Torres, de 23 años, y su pareja viven en un hospedaje sin planta eléctrica. Dependen de su resiliencia. Desde que se mudó, en 2022, recuerda al menos cinco apagones prolongados.
“Cuando hay un apagón, no hay agua. No hay planta, así que no hay ascensor”, relató. El alumno recordó que, en uno de dichos episodios, tuvo que subir siete pisos en muletas.
Cruz Torres gasta entre $150 y $200 cada dos semanas cuando hace su compra de alimentos. Sin embargo, el dinero invertido está bajo amenaza de pérdida con cada corte de luz prolongado. “Cuando es un apagón largo, como el del 2022, que fueron como dos o tres días, pues no puedo tardar porque se daña. Lo dejo en el freezer (congelador), pero [con el tiempo] se pierde el frío”, dijo.
Durante los apagones, permanece en su hospedaje intentando adelantar tareas con el internet del celular y la computadora, hasta que la batería del teléfono se agota. Entonces, se ve obligado a pedir extensiones a sus profesores, ya que, por lo general, si su zona residencial no tiene luz, la biblioteca del campus universitario tampoco.
Para el joven, buscar otra residencia que incluya planta eléctrica o permita la instalación de una batería eléctrica no es una opción viable, ya que considera que su actual renta es lo más asequible que ha conseguido. Además, no prevé adquirir una batería porque no puede costearla. “Tampoco tenemos el espacio porque somos dos que vivimos aquí”, explicó el joven.
Como este, otros jóvenes enfrentan similares obstáculos para sobrellevar los apagones. La codificadora médica Fabiola Luciano Zavala, de 25 años, vive alquilada en una casa multihogar en San Juan. Ante los apagones, su estrategia es trasladarse a la casa de su padre o de su novio, quienes cuentan con generador eléctrico.
Aunque hace una compra mensual de aproximadamente $200, cuando se queda sin electricidad, usualmente termina desechando los alimentos.
“Si están dañados, los terminaré botando y, la mayoría del tiempo, es lo que pasa porque la mayoría de los apagones aquí no son cortitos, son largos”, lamentó Luciano Zavala.
Sin embargo, para la joven, no es posible adquirir una batería eléctrica debido a que, bajo su contrato de arrendamiento, no se le permitió instalar ni baterías ni generadores pequeños, lo que la deja aún más vulnerable durante tiempos de apagón. Aún así, buscar otra residencia no es opción.
“[Todo] está carísimo. Ahora mismo pago un montón y los otros lugares están carísimos, y lo barato es lejos y no es seguro, y más que soy mujer, yo vivo sola”, explicó.
Para Rosa Celia González Vélez, de 84 años, la adaptación ha sido una mezcla de paciencia, fe y estrategias básicas. Esta vive en su casa propia, en San Juan, y depende del ingreso del Seguro Social de su esposo fallecido.
Aunque no recuerda el número exacto de apagones que ha sufrido, admitió que su mayor dificultad cuando se va la luz es cocinar o “calentarse un café”.
“Gracias a Dios, no se me va el agua, yo tengo una cisterna”, compartió.
González Vélez compra alimentos “que le hagan falta” cada dos semanas en un colmado cercano, al que a veces llega a pie, aunque su nieto también le ayuda cuando puede, usando su tarjeta del Programa de Asistencia Nutricional (PAN). Así también funciona cuando no tiene luz.
Confesó que, cuando la oscuridad la sorprende, suele refugiarse en su cuarto, utilizando un abanico de mano para combatir el calor.
“Yo vengo y me meto para el cuarto. Yo no me voy al balcón. Me quedo en el cuarto y cojo un abanico que tengo ahí, me echo fresco”, contó.
González Vélez no ha considerado instalar baterías o una planta eléctrica, debido al temor que le generan y su desconocimiento sobre cómo funcionan, ya que piensa que pueden provocar una explosión o que resultaría en la pérdida de su hogar.
“[Me asusta] que vaya a explotar, que mi casa…que me quede yo en la calle, eso es lo que me pasa (…) No pienso invertir en eso”, confesó, recordando los viejos tiempos en que la luz se suplía con lámparas de quinqué.
“Es como una lamparita y tiene una mecha y tú la prendes y la cierras y ahí da luz para toda la casa. Me dicen que venden una que es con batería, yo no sabía, tengo que ir a Home Depot”, concluyó entre risas.
Durante los pasados seis años, el número de apagones ha aumentado progresivamente en la isla. En 2019, bajo la administración de la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE), se registraron 32,767 interrupciones. En 2022, ya con LUMA a cargo, fueron 38,444; subieron a 43,473, en 2023, y alcanzaron 46,266 en 2024.
En lo que va de 2025, se han registrado tres apagones mayores. El primero ocurrió en Año Nuevo y el segundo, el pasado Miércoles Santo, ambos catalogados como apagones generales. Ese mismo día, tras el apagón general del Miércoles Santo, se reportó además una falla en EcoEléctrica, que aunque no fue general, dejó sin servicio a 200,000 abonados.
Mientras los apagones aumentan, miles de puertorriqueños continúan buscando formas sencillas —y, a veces, heroicas— de sobrevivir cada nueva noche a oscuras.