En octubre del año pasado estrenó mundialmente la película Lion. Había escuchado de ella como escucho de muchas otras películas y algunos conocidos me la habían recomendado personalmente por tratarse de una historia de un niño adoptado. La dejé pasar no sé por qué. Quizás porque quería verla junto con mi familia, juntos, a la vez.
Hace varias semanas, un comentario de una amiga en las redes me encontró sin hacer nada. Viendo que estaba mi familia, los senté a todos a verla. Resultó ser una película bien dura para mí no por mi experiencia personal, sino por lo duro de cada línea.
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La historia de mi hijo no tiene nada que ver con las circunstancias personales de Saroo, el protagonista, nacido en India, perdido y adoptado por una pareja de australianos. Y, sin embargo, los sentimientos me parecen tan idénticos y las enseñanzas igualmente aplicables.
A lo largo de la película no pude evitar poner el rostro de mi hijo en cada imagen de ese niño, porque todas esas realidades se encuentran en una terrible tragedia inimaginable para mí: estar alejado del nido; el sentimiento constante de encontrarse perdido; el terror y la desconfianza; la necesidad de conocer el pasado; el miedo de herir a tu familia por querer descubrir de dónde vienes y en cierta medida la sensación de no pertenecer.
Pensar que alguien vivió este dolor, porque es una historia verídica, simplemente me rompe el corazón…
Sue y Josh, los padres adoptivos, me desgarraron el alma por su bondad y su gran corazón, pero más que todo porque me permitieron proyectarme hacia un futuro muy cercano de preguntas y de dudas para el que quizás no me siento preparada. Y es que la adopción, por hermosa que sea, es un proceso emocional sumamente complejo, con demasiada frecuencia pintado de rosa.
Muy poco después de que adoptara con mi esposo, yo desperté a esa realidad que no había visto muy clara por el gran deseo que siempre tuve de ser madre. Cuando te entregan a un niño en adopción es como si te entregaran un libro con mil anotaciones. Y cuando lo ves crecer ante tus ojos, jamás te abandona la sensación de si lo estás haciendo bien o le estás fallando otra vez. Supongo que esa realidad acompaña también a todas las familias biológicas. Los retos y las preocupaciones duran hasta el día que uno muera, me dijo una vez la madre que me parió. Y yo le creo.
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Hace dos años que nos entregaron a nuestro hijo, en una sala bastante fría y con muchos ojos en busca de una reacción. Mi hijo, que no se deja llevar por las presiones, fue a nuestro encuentro tímido y medio vacilante pero llamándonos padres. Hace dos años nos acompañaron oficiales del Estado a buscar sus pertenencias al sitio donde vivía. Mi esposo puso todo en cajas. Y no nos permitimos dejar atrás ni siquiera un calzoncillito por miedo a romper algo sin saberlo.
El tiempo va pasando veloz ante nuestros ojos. El niño crece desmedidamente. Está más guapo cada día y juro que le está cambiando la voz. El otro día bromeaba con él y le decía que se aguantara un poco, que recién conocía su voz y ya le estaba saliendo otra. Él no tolera muy bien mis apreciaciones de mamá. Se ruboriza y me pide que no lo haga más.
Él sabe de dónde viene y por qué está con nosotros. Nosotros sabemos de dónde viene y por qué lo buscamos. Decía Sue en la película que ella había elegido adoptar pudiendo ser madre, pero que esa había sido su opción. Que parir no era garantía de cambiar el mundo, pero que adoptar a dos criaturas para cambiarle la vida, al menos en su caso, era el único camino.
Este domingo es Día de las Madres, el tercero que celebro oficialmente, y de algún modo todavía no me acostumbro.
Lloro mucho más feo que Sue, pero, como ella, “me siento bendecida… muy, muy, muy bendecida” gracias a mi hijo, mi león.