Hace varias semanas escuchaba a una pareja conversando en una oficina médica, en medio de uno de esos campings que uno se tiene que tirar cada vez que va a ver su médico. Fue imposible no escucharlos, primero, porque el espacio era relativamente pequeño, segundo, porque cada vez hablaban más alto, y, tercero, sí, porque no le despegué el oído en un acto confeso de presentamiento. Su conversación era como si la estuviera teniendo yo con mi esposo, pero más hard core.
No escuché del todo el principio, pero, cuando capté la conversación, fue en medio de un episodio hasta cariñoso en el que ella, seguramente aburrida por la espera, le dijo tras contemplarlo un momento: “Si te coge una plancha hoy, te corre”. Y a mí me dio risa porque mi tía, que planchaba y con ello se ganaba su dinerito, siempre nos decía eso si llegábamos a su casa con ropa estrujada. Así que crecí bastante consciente de las arrugas en la ropa.
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Pero había otra razón. Mi madre dividía en casa las tareas del hogar desde muy chiquitas, como debe ser. Una semana sí y otra no a mí me tocaba la tarea de planchar. No era una tarea fácil. En nuestra casa éramos cinco, papi y mami incluidos. Y la tarea de la planchada incluía mis cinco uniformes, cinco camisas; los cinco uniformes y cinco camisas de mi hermana mayor; los cinco uniformes, cinco camisas de mi hermana chiquita; las cinco camisas y cinco pantalones de papi, y las misas sueltas de mi mami. Súmelo para que se canse. Fácilmente eran más de treinta piezas para planchar de cantazo. ¿Lo peor? Por alguna razón a la que aún no le encuentro la lógica había establecido un día para planchar. Guess cuál. ¡Domingo!
Con el tiempo y la edad, mi hermana pequeña entró al círculo maldito de la planchadera, con lo cual tenía un descanso de dos semanas cada vez que planchaba. Nunca fui una hija muy girlie, así como muy rosita. Me gustaba trabajar rudo y a veces quería hasta pasar la máquina en el patio.
Pero había algo en la planchadera. Yo recuerdo verme un sábado rogando que no llegara el domingo de mi planchadera. Recuerdo haberle inventado a mami que tenía examen el lunes. Esa era la única razón que me salvaba de planchar, eso o una fiebre de 40 comprobada con termómetro. Eso me liberaba solo temporeramente porque mi genia hermana lo apuntaba y entonces me tocaba planchar dos semanas corridas. Y recuerdo literalmente mojar las piezas que planchaba con lágrimas. Sabrá Dios con qué otra cosa que no era almidón planché esos uniformes.
Mami decía que no lo podía entender. Para mí que siempre lo entendió porque en ninguno de los plan B que ejecutamos figuraba ella planchando. Para ser más claros, creo que mami también odiaba planchar y desde que fuimos creciendo llevaba este malévolo plan de hacernos planchar para no hacerlo ella.
Cada semana que me tocaba la planchadera y me tocaba, por ende, llorar, mami repetía lo que para mí en ese momento era ya una letanía: “Será mejor que estudies mucho para que no tengas que planchar, lleves la ropa al laundry y tengas los domingos libres”. Anda pa’l.
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En esos momentos de mi vida, que ni rebelde eran, yo veía esa actitud de mami como una cosa horrible, como algo que yo jamás les haría a mis hijos. Crecí, no estudié taaaaanto como ella hubiese querido, pero crecí y me preparé pensando en esa planchadera que yo no quería hacer. Y cuando me iba a rendir en algo pensaba en el laundry. No les miento. Pensaba en el laundry.
El trauma fue tan dramático que solo cuando me casé me di cuenta de la magnitud. Mi esposo, con quien yo no había convivido antes de casarme, me hizo caer en cuenta. Cuando llegamos de la luna de miel, para una salida casual, me preguntó dónde estaba la plancha. “No hay”, le dije. “¿No hay?”, me dijo extrañado. “Nope, ¿por?”, insistí. Plancha: dícese de la cosa esa que caliente saca arrugas de la ropa. “No, no hay, pero hay un laundry aquí al lado”, insistí. Mi ya esposo no podía creerlo. En su casa le planchaban las camisas, los mahones, y sí, los calzoncillos.
Llamé a una de las madrinas de la boda, Yani, para contarle. Mi amiga me regaló la única plancha que he tenido desde que vivo sola a los 19. Ella tampoco podía creerlo.
Esa conversación de parejita que escuché en la oficina médica me llevó a otro nivel en mi experiencia de la planchadera, no porque ahora planche ni tenga mucho con qué enviarlo todo al laundry. De hecho, espero muchas veces a tener el dinero para ir a recoger la ropa, aunque la mujer que me atiende se sabe mi nombre y número de teléfono de memoria.
Han pasado 25 años desde que mi madre nos daba la tarea dominguera de planchar. Ya no pienso que era un abuso. Enviar la ropa al laundry es caro. Con los cuatro pesos que cuesta cada camisa compras dos Suavitel en Capri. Su hostigamiento era para que aprendiéramos a encargarnos, pero también provenía de la realidad de que no había el dinero para mandar la ropa al laundry. Y que había un colegio que pagar.
Yo estoy segura de que mami hubiera preferido que nos fuéramos de paseo todos los domingos. Pero no solo había que planchar porque no se podía ir al laundry… Era el único día que ella tenía para estudiar, porque fue a la universidad mientras nosotros crecíamos. Necesitaba ese break.
Mami, gracias por tus enseñanzas y sacrificios, porque, aunque esta Pancha no plancha, los valora hoy como nunca.