Las formas de comunicación interpersonal están cambiando a la velocidad de la luz. Y con el cambio va perdiéndose la cortesía. La velocidad nos ha convertido en seres irrespetuosos y rudos, a conciencia o no.
Cuando yo era chiquita, moría por hablar por teléfono. El aparato ese regular llegó a nuestro barrio cuando ya yo tenía como ocho o nueve años. Así que me llegó en la víspera de la pavera. Me memorizaba los números, le daba el mío a todo el mundo y le recitaba el de mi tía, mi tío, mi abuelo al resto de la humanidad. Hacía maldades y sí llegué a pedir un par de pizzas para otras casas. Muy muy mal.
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Era la época en que uno contestaba obligatoriamente porque no sabía quién estaba al otro lado de la línea. Llegó la máquina contestadora y cualquier llamada perdida, si era importante, dejaba mensaje. Por ahí íbamos dejando de contestar porque sabíamos que, si nos gustaba lo que oíamos, con salir corriendo veloz y levantar la bocina, llegábamos a responder a tiempo.
Después llegó el caller id. Ahí sí que empezamos a ser arrogantes. Con ver la pantalla —inicialmente gigante— ya identificábamos directamente si contestábamos o no. Ya ahí teníamos teléfono, voicemail y caller id, todo un reto a la simpatía.
Brincando a los bipers, que verdaderamente nunca fueron sustitutos para mí, llegaron los text messages. Ahí se fastidió más la cosa. Esa fiebre la cogí tarde. Me texteaban y yo llamaba a la persona… Generalmente, no contestaba y me volvía a textear. Así que cogí la manía y dejó de gustarme hablar por teléfono.
Ya ahí teníamos teléfono, voicemail, caller ID, mensajes de texto y llegó el Messenger. Otro golpe a nuestra etiqueta social y al idioma. Fue con el Messenger que la gente empezó a abreviar palabras. La gente critica a los millennials porque escriben “K, cto, dnd, lol”. Eso no empezó ahora. Fue con Messenger. Ahí me fastidié bastante porque coincidió con mi novio en Argentina. Así que mi afinidad dependía casi totalmente de la herramienta. Por lo menos aún me permitía escribir. Mi novio me bromeaba porque yo acentuaba, ponía comas, signos de interrogación, como estando en la clase de Word Perfect.
Y llegó el webcam. ¿Que quééé? Ahí ya teníamos teléfono, voicemail, caller id, text messages, Messenger y webcam. En esa circunstancia ya con un clic veías y escuchabas a la persona. Solo si querías —y no estabas in— escribías un poco de texto. Yo apuesto a que ahí fue que se fastidió la gramática y los modales. No los míos porque siempre he sido demasiado consciente al punto del ridículo, pero recuerdo habérmelo tomado tan en serio como para bañarme y echarme perfume antes de comenzar una sesión de aquellas con mi novio.
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Luego llegó el smartphone. Ahí Dios nos vino a ver. Ahí tenías teléfono, voicemail, caller id, mensaje de texto, Messenger y Facebook, con taratatán… Facetime. ¡Al garete!
Ya texteamos hasta al médico, le damos ignore a las llamadas e ignoramos el voicemail… Pero entonces llegó Whatsapp, que te permite textear, llamar y verte en video. Ahí se fastidió el teléfono, el voicemail, el caller id, los mensaje de texto, Messenger y Facebook.
Y justo cuando pensaba que ya no era posible ser peor, llegó el smart watch. A todos los desarrollos me acostumbré por obligación y tendencia. Pero orgullosamente digo que tengo uno hace dos años, pero he resistido la tentación de utilizar los mensajes, esos impersonales, locos y malditos.
Un día llamé a mi esposo y esto fue lo que pasó: no contestó el teléfono, desactivó el voicemail, vio mi número ¡con mi foto! en pantalla, le dio ignore y me envió el mensaje estándar que decía: “Can’t talk right now”.
Yo en estado de indignación grave. Mi esposo, el que me ama y se acuesta conmigo, “can’t talk right now”. Recuerdo que le respondí: “¿Ah, sí? ¡Yo tampoco! Ni hoy ni mañana. Pesado”.
Es duro. Pero no todo está perdido. Ese esposo de hoy es mi novio del Messenger y del webcam, porque nada sustituye la gracia, el amor y la pasión. Y ya me emocioné. Voy de aquí a buscar a mi esposo… “Can’t talk right now”.