Hay pocos países en Latinoamérica, quizá ningún otro, que hayan elevado a tantos seres humanos de la pobreza a la clase media como Puerto Rico. El país fue, en su momento, un motor de superación que, con un sistema universitario de primer orden y una cultura que valoraba la excelencia, el trabajo y el sacrificio por encima de las diferencias socioeconómicas, logró que miles se hicieran de una profesión y una vida digna.
En mi caso, inmigrantes que llegaron a este país únicamente con ganas de echar p’alante, en solo una generación, lograron comprar una casa humilde en Levittown, adquirir su primer carro, tener un plan médico y, lo más importante para ellos, que su hijo se convirtiera en la primera persona en la familia en graduarse de universidad, de dos prestigiosas instituciones en Estados Unidos y de derecho en la Iupi. Mis compañeros latinoamericanos en Yale eran de las familias más adineradas de sus países. Éramos los puertorriqueños quienes marcábamos una notable diferencia.
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Esta semana, vi esa misma realidad en el devenir de la familia de mi amigo Jorge Dávila, que despedía de este plano terrenal a su señora madre, una maestra que, al quedar viuda a temprana edad, cargó sola con la responsabilidad de criar a cuatro hijos. Todos, a pesar de tamaña dificultad, terminaron sus carreras: dos doctores, un banquero y un ingeniero.
Tristemente, mi generación fue la última en vivir en ese país. La desigualdad está creando abismos entre pobres y ricos. La educación ya no es vía segura para la clase media. Los valores de nuestra sociedad —el consumismo desmedido, la glorificación del listo, el culto a la mediocridad, el sectarismo— han corroído las ruedas de la máquina de progreso que era Puerto Rico.
Nuestra agenda tiene que ser hoy y siempre devolverle al joven la promesa que se vivió aquí. Esa promesa es la agenda común de todo un país.
Como cristiano, creo que lo poco o mucho que podamos tener nos es inmerecido, y es nuestro únicamente por la gracia de Dios. Es por ello que hoy doy gracias por la dicha de tener esos padres y madres, como los de Jorge y los míos, y por el país que les permitió al recién llegado y a la madre soltera ver a sus hijos alcanzar sus sueños.