Los juguetes y los muñequitos en la pantalla no combinan como el lápiz y la libreta. Pero cuando Carlitos interactúa con su iPad, aprende jugando. “Búsqueme un video de Plim Plim sobre las vocales, por favor”, le pide el niño a YouTube hablándole a Siri, el asistente virtual de la tableta Apple.
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Carlitos, que en realidad no se llama así, pero hay que protegerlo, trata de usted a la voz que le responde desde el aparato que le entregó el Departamento de Educación (DE) en diciembre, cuando cerraba el primer semestre del año académico. Está sentado en la mesa del comedor, que también es el escritorio, parte de la cocina y hasta el armario que falta en esta pequeña casa en Río Piedras.
“¿Usted puede buscarme la canción de Plim Plim con la Vaca Lola?”, continúa el diálogo con Siri, que expone los alcances de la inteligencia artificial durante la pandemia en un Puerto Rico donde los niños como Carlitos llevan más de un año esperando iniciar sus estudios en un salón de clases.
Tiene cinco años y aunque le tocaría estar en kínder, desconoce qué es una escuela. Comenzó a conectarse a sus clases virtuales hace pocas semanas, luego de no poder hacerlo durante el primer semestre por falta de ayuda. Sus padres no saben leer ni escribir. No dominan el iPad ni el teléfono celular. Aunque todas las semanas suenan las notificaciones del correo electrónico y el Whatsapp, anunciando trabajos e instrucciones que le envían los maestros, “el experto en tecnología es el niño”, dice la madre. “Aprende solito y rápido, porque es inteligente”.
Plim Plim, el payaso de una caricatura animada, hace el papel de maestro encubierto en estas cuatro paredes. Nadie aquí lo sabe, pero Plim Plim enseña los colores, los números y las letras, mientras en su mundo, Carlitos solo se divierte bailando y cantando las canciones infantiles que lo ponen a prueba sin que él se dé cuenta.
Llega un mensaje de texto del maestro de inglés: “No he recibido los trabajos del niño. Le están haciendo daño. Si envían las tareas puede que no fracase. Con el 60% de los trabajos entregados el niño pasa”. “Busque ayuda. Usted tiene los módulos. Yo no puedo ir para su casa”, añade el maestro. La madre de Carlitos no entiende todos los mensajes que llegan continuamente a su móvil, pero se toma el tiempo de responderlos con un mensaje automático que lee “Ok”. Con asistencia de su sobrina de 12 años, escribe “no sabemos inglés”.
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Es una familia dominicana. Una de las miles que intentan combinar la lucha de establecerse legalmente en la Isla con las circunstancias que impone el COVID-19 a más de un año de declarada la pandemia.
“Los otros días me dijeron que el niño es hiperactivo, porque no atiende. No se está quieto”, dice la progenitora mientras Carlitos canta con Plim Plim. En menos de un mes, el niño aprendió las vocales y los colores brincando y saltando con su tableta. La maestra piensa hacer un referido a la trabajadora social sobre “la condición” del niño, a pesar de que nunca lo ha visto en persona ni ha estado aquí, en su casa. Carlitos no ha pisado el salón de clase ni conocido a todos sus compañeros. En febrero, por ejemplo, prendió la cámara del iPad y cuando se vio en la pantalla, preguntó a la mamá si era él. Se tomó un selfie y estuvo hablando de la foto hasta marzo.
Carlitos no tiene vecinos de su edad. Vive frente a una transitada vía pública en San Juan. La mayor parte del tiempo en la pandemia se la ha pasado encerrado. Aquí mismo, en la mesa del comedor. En la cocina. Justo a unos pasos del fregadero y al lado de la nevera. La otra opción que tiene es pasar los días en el cuarto. A Carlitos — dice la mamá — lo menos que le importa es estar en la cama cuando la tableta tiene batería o cuando puede entretenerse viendo lo que se cocina o esperando a que su papá entre por la puerta tras completar su jornada laboral, que suele empezar antes de que el niño despierte. La interacción, para Carlitos, es un acontecimiento.
Expresa en voz alta y en oraciones completas pensamientos, ideas y sentimientos. Comunica con lenguaje no verbal. Asocia la relación entre algunas letras y sus sonidos. Adquiere vocabulario a través de canciones y juegos. Y reconoce la tecnología como un medio para resolver problemas. En síntesis, responde positivamente en el contexto de los estándares y las expectativas correspondientes al kínder, etapa que hasta noviembre registraba la tasa de deserción escolar más alta (5.26%) a nivel primario en Puerto Rico, sin contar prekínder. Curiosamente, hay más estudiantes en cuarto año de escuela superior que en kínder y Carlitos es uno de los poco más de 18,800 niños que conforman ese segundo grupo en la Isla.
Los mensajes del maestro de inglés han estado llegando por el teléfono durante todo el semestre. “Debe enviar las tareas con el nombre completo”, lee parte de las instrucciones que se combinan con las alertas de fracaso en el celular.
No ha terminado abril y falta mayo. “Cuando pueda me llama por cámara, maestro”, es el último mensaje de voz que envió Carlitos a través de Whatsapp. Hizo tres tareas sin ayuda.
Hay dos perros peleando frente a la marquesina. Carlitos abre los ojos y suelta la tarea sobre la mesa de madera, que se menea a la menor provocación. Se pone de pie y reflexiona frente al portón, mirando hacia la calle con la actitud de un señor mayor. “Yo también me porto mal a veces, pero soy un niño bueno”. Se sienta. Los perros ladran y él se ríe. Coge el lápiz y antes de intentar escribir la letra “A” vuelve a mirar a los perros y me asegura que “es que tienen hambre”. La pelea es por la basura.
Coge la tijera. Es una herramienta que nunca había utilizado, pero en cuestión de nada la domina. Recorta ilustraciones de un ejercicio. Los cortes son irregulares, pero poco importa, lo que vale es la intención de recortar los dibujos que le permitirán armar el ciclo de vida de las ranas. Su juguete favorito es un peluche de un sapo. “Mira, ma. Lo estoy haciendo solito”, grita como quien libera un pensamiento guardado por mucho tiempo. “Viste, mi niño, que tú eres brillante”, contesta la madre orgullosa que está justo al lado, insistiendo en la capacidad del menor de sus hijos, el único que todavía vive en la casa. “A mí me dicen que ese nene es inteligente, que lo que necesita es ayuda”.
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Carlitos me recibió en su bicicleta. “El maestro llegó”, gritó a la mamá desde la pequeña marquesina de su casa. Todavía corre con rueditas. Se paró de la bici y echó una carrera al interior de la casa. Buscó la tableta, la encendió y se sentó en la mesa, listo para comenzar nuestra sesión. Recortamos cartulinas de colores. Las identificó todas por su nombre: la roja, la azul, la verde y la amarilla. Luego, las vocales salieron casi perfectas. Quedó la U. Discutimos dos cuentos. El primero fue sobre el Pollito Benito. Carlitos nunca entendió por qué razón el Pollito Benito decía que el cielo se estaba cayendo. Fue un ejercicio de comprensión y análisis. Carlitos aún no sabe leer. Eso tomará tiempo. Pero ahí vamos. Discutimos el segundo cuento, el de las tres cabritas y el ogro del puente. Para Carlitos no estuvo bien que las dos cabritas pequeñas le dijeran al ogro que se comiera al hermano mayor. Razonó.
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La reunión de hoy era virtual. Sin embargo, una vez nos conectamos y comenzamos a repasar lo que adelantamos la semana pasada, Carlitos presionó sin querer el botón que cierra la videollamada y en el proceso de recuperar la conexión, también cerró el documento donde habíamos puesto el enlace para entrar a nuestras sesiones. Conectamos entonces por teléfono e hicimos algunos ejercicios, como dictar las vocales y discutir los colores en el contexto de su casa y su patio. Mañana tenemos que vernos en persona para reactivar el enlace de nuestras reuniones virtuales y ubicarlo en un sitio que le facilite al niño identificarlo rápidamente.
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Llegué a la casa de Carlitos y aprovechamos para reactivar la conexión virtual. Le entregué un juego de mesa para que aplique su conocimiento de los colores y los números. El juego consiste en mover fichas rojas, azules, amarillas y verdes de acuerdo al número que se obtiene lanzando los dados. En principio, fue un reto para Carlitos entender la dinámica del juego, pero fluyó al nivel de que pudo identificar números y mover las fichas de acuerdo a los puntos que le salían en los dados.
Nos vemos todas las semanas. Una, dos, tres veces. Las que se puedan. Nos conocimos porque una amiga nos presentó y desde ese momento en que instantáneamente quise ser su apoyo me he dado cuenta de que Carlitos me enseña más a mí. Luego de diez encuentros, ya se conecta solo a las clases y me da instrucciones de cómo hablarle a Siri. Aunque me dice “maestro”, también me llama “amigo” cuando toma la batuta en nuestras discusiones y tiene puesta su mascarilla de Spiderman. Eso pasa muy a menudo.
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Volvimos a conectarnos de forma virtual. Carlitos estaba muy contento porque había logrado activar la videollamada sin ayuda. Habló hasta por los codos. Me dijo que es amante de la leche con Quick y me pidió que le compartiera videos sobre el ciclo de vida de los pulpos y los tiburones. “Yo bebo chocolatina, maestro. ¿Usted ve esa cajita amarilla que está ahí? Eso es mío y sabe rico con leche”, dijo. “Maestro, ¿usted puede buscar un video de los pulpos? Maestro y después uno de los tiburones. A mí me gustan los lobos”.
Repasamos los videos educativos de Plim Plim: cantamos las vocales, los números del uno al diez y los colores. Le gustan mucho los cuentos, pero hoy pidió que solo se le hablara de los animales. Vimos un video interactivo sobre los animales en una granja y terminamos analizando la Canción del Sapo de Atención Atención. Carlitos identificó algunos animales domésticos, como el perro, el gato, y tuvo una fijación muy particular con las gallinas. “Maestro, yo me como las gallinas”, advirtió preocupado durante la discusión de la granja. “Me gusta mucho el pollo con plátano”, añadió antes de echarse a reír.
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Regresé a la casa de Carlitos luego de un par de encuentros virtuales. Me recibe en el portón de la residencia. Quiere darme la bienvenida, “porque eso es importante” y “hoy es otro día, otra visita”, dice bien serio, como sorprendido de que yo no entienda su gesto. Me siento en la mesa del comedor, en su escritorio, y me ofrece galletitas. “¿Quiere maestro? ¿Usted comió?”. Esas preguntas nunca faltan cuando lo visito después de las cuatro de la tarde.
Lo acompaña su prima, quien lleva unos días apoyándolo con las tareas acumuladas de la escuela. Descubrí que Carlitos le dice “hermana” a su prima, a quien conocí el primer día que visité el hogar. Hay un sobre manila lleno de papeles justo al lado de la caja de galletas de macadamia. Son las tareas de Carlitos, acumuladas desde agosto. Si ha hecho diez es mucho. “¿Las hacemos? ¿Podemos terminarlas todas hoy?”, pregunta, como esperando la respuesta que ya sabe. La niña de 12 años me comentó que Carlitos debe completar los trabajos para poder asegurar su matrícula en primer grado a partir de agosto. “Hay que ayudarlo con las tareas, porque son muchas”, dijo.
La mamá estaba cocinando. Completamos tres ejercicios de recortar imágenes de animales y los dividimos en dos grupos: domésticos y silvestres. Para aplicar lo que hemos aprendido en las pasadas sesiones, utilizamos papel de construcción, para que Carlitos identificara los colores y aplicara su conocimiento. Todo fluyó muy bien. Ya Carlitos domina la tijera. Luego de irme, me envió por Whatsapp una tarea que realizó sin ayuda “y sin cometer errores, maestro”.
La maestra de Carlitos ahora piensa que el niño reúne los elementos necesarios para pasar al primer grado en agosto. Reconoce su progreso, a pesar de las pocas reuniones virtuales a las que se ha conectado en el semestre. La mamá fue a la escuela y realizó la matrícula del niño para el próximo año escolar.
Según los números de la Secretaría Auxiliar de Servicios Integrados al Estudiante, la Familia y la Comunidad, los trabajadores sociales del DE realizaron 12,981 referidos de estudiantes a diferentes programas o agencias entre enero y mayo de 2020, el semestre en el que se declaró la pandemia.
Hasta noviembre del año pasado, de los 12,454 estudiantes que se esperaban y no se presentaron a sus clases, 6,812 eran de nivel primario. Por si fuera poco, entre agosto y diciembre de 2020, el semestre en el que Carlitos inició su carrera académica en kínder, se realizaron 1,584 referidos de estudiantes específicamente al Departamento de la Familia (DF). Ese número contrasta con los 909 estudiantes referidos al DF entre agosto y diciembre de 2019. Los referidos son por situaciones emocionales o conductuales, relaciones interpersonales inadecuadas, ambiente en el hogar, comportamiento relacionado con la sexualidad, maltrato, indicadores de riesgo para abandonar la escuela y conductas asociadas al consumo de sustancias.