A medida que el COVID-19 se propagaba rápidamente por la Amazonía peruana, la comunidad indígena Shipibo decidió recurrir a la sabiduría de sus ancestros.
Los hospitales estaban lejos, con pocos doctores y sin apenas camas vacías. Incluso aunque pudiesen ingresar, muchos de los enfermos tenían miedo de ir, convencidos de que poner un pie en uno solo los llevaría a la muerte.
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Así que Mery Fasabi recolectó hierbas, las metió en agua hirviendo y dio instrucciones a sus seres queridos para que respirasen sus vapores. Además, hizo jarabes de cebolla y jengibre para ayudar a despejar las vías respiratorias congestionadas.
“Teníamos conocimiento de estas plantas, pero no sabíamos si realmente iban a tratar el COVID”, señaló la maestra. “Con esta pandemia hemos ido descubriendo nuevas cosas”.
El despiadado avance de la pandemia en Perú, que es la nación con la mayor tasa de mortalidad confirmada por el coronavirus per cápita, ha forzado a muchos grupos indígenas a encontrar sus propios remedios. Décadas de insuficiente inversión en la atención sanitaria pública, combinadas con su escepticismo hacia la medicina moderna, supone que muchos no estén recibiendo tratamientos estándar como terapia de oxigenación para tratar casos graves de COVID-19.
En la región de Ucayali, los equipos de respuesta rápida del gobierno enviados a un puñado de comunidades detectaron, mediante pruebas de anticuerpos, tasas de infección de hasta el 80%. Las donaciones de comida y alimentos han llegado solo a una fracción de la población. Muchos dicen que la única presencia estatal que han visto es la de los operarios que retiran los cadáveres.
En un lugar conocido como “Kilómetro 20”, cerca de la ciudad de Pucallpa, ha surgido un nuevo cementerio que alberga los restos mortales de unas 400 personas.
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“Siempre hemos sido olvidados”, dijo Roberto Wikleff, un shipibo de 49 años que recurrió a los tratamientos de Fasabi para ayudar a superar su coronavirus. “No existimos para ellos”.
Perú tiene una de las mayores poblaciones indígenas de Latinoamérica, cuyos antepasados vivían en el país andino mucho antes de la llegada de los colonizadores españoles. Tribus enteras desaparecieron a causa de las enfermedades infecciosas introducidas por los europeos. Hoy en día, muchos viven y trabajan en zonas urbanas, pero otros residen en partes remotas de la Amazonía que tienen pocos médicos y mucho menos capacidad para realizar complejos análisis moleculares o tratar el virus.
Los 10 doctores, enfermeras y auxiliares que suelen trabajar en una clínica cercana abandonaron sus puestos con la llegada del coronavirus, aseguró Wikleff. Los Shipibo habían tratado de evitar la llegada del virus bloqueando carreteras y aislándose. Pero pese a esto, en mayo él y otros padecieron fiebre, tos, dificultad para respirar y dolores de cabeza.
Un mes después seguía sintiéndose enfermo y recurrió a Fasabi, quien junto a otros 15 voluntarios había levantado un centro de tratamiento improvisado.
“Me habían llevado allí en agonía”, recordó.
Los Shipibo destacan el uso de una planta conocida localmente como “matico”. La planta, cuyo nombre científico es buddleja globosa, tiene hojas verdes y una flor color mandarina. Fasabi señaló que de ninguna forma sus remedios son una cura para el COVID-19, pero su enfoque holístico está demostrando ser efectivo. A diferencia de los hospitales, los voluntarios equipados con mascarillas se acercan a los pacientes, dándoles palabras de ánimo y masajes.
“Estamos dando la tranquilidad a los pacientes”, afirmó.
Juan Carlos Salas, director de la agencia de salud de Ucayali, dijo que los esfuerzos para aumenta la capacidad hospitalaria de la zona habían tenido un éxito marginal. La región, de cerca de medio millón de habitantes y ubicada a lo largo de un sinuoso río, tenía apenas 18 camas de UCI al inicio de la pandemia, y alrededor de 28 ahora. La escasez de especialistas supone que se ha podido dotar de personas a todas.
En el apogeo del brote en mayo y junio, alrededor de 15 personas fallecían a diario, apuntó. En total, se han diagnosticado unos 14.000 casos de COVID-19, una cifra que probablemente está muy por debajo de la real.
Según Salas, el transporte es uno de los principales obstáculos a la hora de atender a las comunidades indígenas, ya que a algunas solo se puede acceder en helicóptero o tras un viaje de ocho horas en barco. Se cree que el puerto de Pucallpa, desde donde se exporta madera, bananas y otras frutas, es uno de los principales focos de contagio.
De las alrededor de 59.000 pruebas de anticuerpos rápidas, unas 2.500 se realizaron a grupos indígenas.
“Nos sorprendía. La mayoría ya habían tenido la enfermedad”, apuntó Salas.
De acuerdo con las estimaciones de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana, de los alrededor de 500.000 indígenas que viven en la Amazonía, 147.000 han contraído el virus y 3.000 han fallecido, explicó Lizardo Cauper, presidente del grupo.
Mientras los más afortunados se recuperan con remedios ancestrales, los menos suelen morir en sus casas. Un equipo gubernamental va de una espartana casa con tejado de paja a otra, sacando a los fallecidos de las camas y sillas donde dieron su último aliento. Los pobres son trasladados a un cementerio para víctimas del coronavirus y reciben sepultura en la tierra anaranjada.
Rider Sol, de 48 años, contó que él y un equipo de sepultureros enterraban a más de 30 personas por día en el pico de la pandemia. Este padre de cuatro hijos estaban sin trabajo hasta que conseguió este empleo.
“Doy gracias a dios que estoy trabajando en la pandemia”, dijo.
Ahora, con la disminución del número de fallecidos, es el único que trabaja la mayoría de los días. Solo entre filas de cruces blancas, trata impedir que su mente divague. Los cadáveres llegan con un nombre y un numero y él no reflexiona sobre sus historias.
Con la mascarilla puesta, sigue cavando y bebiendo de su botella con matico.
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