Coronavirus

Este país domina el coronavirus con severos controles de seguridad

Ha sido muy elogiado por su respuesta a la pandemia del coronavirus

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“¡Vuelva al auto!”, me gritó un individuo enmascarado. “¡Quédese adentro!”.

Era casi la medianoche. Mi taxi acababa de llegar a un estacionamiento donde me recibieron tres personas enmascaradas. Tenían equipo protector, anteojos, guantes, barbijos y delantales médicos.

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Una persona me mostró un cartel que decía, “no salga del auto, por favor muestre sus respuestas a las preguntas sobre salud y su pasaporte”. No podía encontrar el mío y me asusté. Le pregunté al conductor si él lo tenía. Él me dijo si no estaría con el equipaje, en el baúl, y salió a buscarlo. Yo también salí, temerosa de haberlo perdido. Estaba cansada, perdida y muy hambrienta.

Esa fue mi llegada al centro de cuarentenas de Taiwán.

Vine a Taiwán por razones de trabajo y, con todo el estrés del traslado, me resfrié. Lamentablemente, todavía tosía un poco cuando emprendí el vuelo. Como consecuencia de ello, me trajeron al centro de cuarentenas y no al hotel de confinamiento donde había hecho reservas.

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Taiwán ha sido muy elogiado por su respuesta al COVID-19. Se encuentra a 160 kilómetros (100 millas) de China continental, donde apareció por primera vez el virus, y debido a los lazos económicos y culturales, se pensó que Taiwán también registraría muchos contagios.

Pero han pasado ocho meses desde que surgió el brote y la isla registra apenas 488 casos confirmados y siete muertes por el COVID-19.

¿Cómo hizo Taiwán para contener el virus? Lo pude ver apenas llegué.

En el vuelo, había una fila vacía entre pasajero y pasajero. Los asistentes de vuelo tenían delantales médicos, anteojos, tapabocas y guantes. No se sirvió comida.

Dado que tosía, me hicieron un examen con hisopo en la garganta. Antes de subirme al taxi asignado por los Centros de Control de Enfermedades de Taiwán me rociaron de pies a hombros con un desinfectante. El chofer tenía equipo protector y se mantuvo siempre a distancia.

Quería decirle “¡no tengo el COVID!”, pero no valía la pena.

Me sentí nerviosa. Hacía solo diez horas estaba en un restaurante de comida nepalesa con amigos en Shanghai. Ahora me trataban como alguien contagiosa.

Me había apresurado a regresar a Beijing a principios de febrero, antes de que China cerrase sus fronteras e impusiese una estricta cuarentena para todos los recién llegados. En muchos sentidos, la vida se había normalizado los últimos meses. Beijing, donde llevaba viviendo dos años, estaba tan activa como siempre, con atascamientos de tráfico y cada vez menos gente usando barbijos. Las oficinas reabrieron y me podía encontrar con amigos en bares y restaurantes sin temor alguno.

Pero ahora estaba cruzando la frontera, un paso incierto en esta época. Y por más que China considere a Taiwán parte de su territorio, la isla tiene su propio gobierno.

Mi experiencia fue un poco estremecedora pero comprensible. Muchas naciones, incluida la mía, Estados Unidos, han relajado los controles de la pandemia, la cual sigue causando estragos y matando gente.

Al regresar al taxi, revisé mi bolso. Mi pasaporte y todos mis documentos estaban allí. A partir de ese momento, todo fue sencillo. Al día siguiente me llegaron los resultados. Negativo. Pude salir del centro de cuarentenas e ir a mi hotel, para completar allí el período de confinamiento.

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