Cuando los dolores del parto indicaron a Clarissa Muñoz que por fin iba a tener a su bebé, se metió en el auto y viajó dos horas por la frontera de Texas hasta una de las zonas de Estados Unidos más afectadas por el coronavirus.
Primero fue a un hospital donde el personal estaba tan desesperado que las enfermeras habían hecho 49 llamadas telefónicas para encontrar una cama a 700 millas de distancia para evacuar por aire a un hombre que agonizaba con el virus. Desde allí la enviaron a un hospital más grande en ambulancia. Por el camino pasó junto a una funeraria que suele celebrar 10 servicios fúnebres al mes, pero que ha llegado a nueve semanales. Y cuando por fin llegó para dar a luz, se dio de bruces con otra complicación: una prueba reveló que ella también estaba infectada.
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Horas más tarde, Muñoz pudo ver, pero no tocar, a su primogénito durante unos segundos antes de que se lo llevaran.
En el umbral sureño de Estados Unidos, el Valle del Río Grande, el fracaso del país a la hora de contener la pandemia salta a la vista. Esta región fronteriza de dos millones de habitantes en el sur de Texas pidió durante casi un mes un hospital de campaña, que hasta el martes no estuvo listo para aceptar pacientes. El condado de Hidalgo registró más de 600 muertes sólo en el mes de julio, más que la zona de Houston, que es cinco veces más grande.
En DHR Health, uno de los hospitales más grandes de la frontera, casi 200 de las 500 camas son para pacientes de coronavirus aislados en dos unidades. Se está habilitando una tercera. Eso ni siquiera incluye el ala de maternidad COVID-19, donde madres y recién nacidos son separados de inmediato.
Médicos y enfermeras sacaron a toda prisa al bebé de Muñoz del paritorio por un pasillo sellado con lonas de plástico para impedir la salida de aire contaminado. Siete horas más tarde, ella aún no conocía el peso del niño. Al otro lado de la calle, la alarma sonaba constantemente en una unidad de cuidados intensivos para coronavirus, alertando a enfermeras que acudían a poner a pacientes boca abajo para ayudar a que les entrara más aire en los pulmones.
“Es una sensación muy, muy mala”, dijo Muñoz sobre ver cómo se llevaban a su hijo.
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Texas reabrió más rápido que la mayor parte del país, sólo para dar marcha atrás ante los enormes brotes. Las autoridades sanitarias dicen que lo peor del rebrote veraniego parece haber pasado en el conjunto del estado, pero la frontera es una sombría excepción. Los médicos temen que haya otra dura oleada a la vuelta de la esquina.
Esta región de mayoría hispana es muy vulnerable al COVID-19. La prevalencia de la diabetes es de aproximadamente el triple que la media nacional, y los hogares están entre los de menos ingresos del país, complicando más la lucha contra el virus.
Incluso el tiempo añade dificultades. El primer huracán de la temporada golpeó la frontera hace dos semanas. Al principio, las autoridades locales confiaban en que la tormenta, llamada Hanna, interrumpiera las reuniones familiares y visitas a bares, frenando los contagios. En realidad, el meteoro dejó miles de viviendas sin electricidad durante días, obligando a las familias a refugiarse en estrecho contacto con parientes que seguían teniendo luz.
Ahora “no hay forma” de frenar la curva de contagios de la zona, dijo Maritza Padilla, directora asistente de enfermería en DHR Health.
En el hospital, un televisor muestra la lucha en tiempo real: rectángulos de color azul representan las camas ocupadas, los rectángulos verdes son camas libres. La imagen es casi toda azul. En una pizarra blanca, una lista de objetos que hace falta incluye “bolsas para cadáveres”.
Una organización benéfica cristiana que abrió un hospital de campaña en el Central Park de Nueva York visitó la frontera a mediados de julio con vistas a abrir otra instalación. Eso nunca se materializó, al igual que la idea de enviar pacientes a hoteles. La semana pasada, el gobernador republicano Greg Abbott, anunció que un centro de convenciones del condado de Hidalgo se convertiría en hospital.
Las autoridades locales siguen frustradas.
“Necesitamos la ayuda. Nuestra casa está en llamas”, dijo el alcalde de Rio Grande City, Joel Villarreal. “No somos menos estadounidenses que otras personas en otras partes del país”.
Martha Torres, enfermera en el Starr County Memorial Hospital, sabe lo que es buscar ayuda en vano. Se ha pasado turnos enteros llamando a otras UCI de Texas para que acepten traslados en helicóptero desde su unidad de 29 camas. Algunos pacientes se envían incluso a Oklahoma City, y pocos sobreviven al largo vuelo, lo que deja a las familias la carga adicional de conseguir que les envíen de vuelta los cuerpos.
Una de las entradas del ala de COVID-19 en el hospital parece una puerta de jardín prefabricada, como las que venden en grandes tiendas de ferretería. La semana pasada, Alex Garcia, de 26 años, visitó a su padre asomándose por la ventana exterior de su habitación. Ambos son fontaneros.
Esa misma noche, Emily Lopez preparaba el funeral de su madre, apenas unas semanas después de que el virus matara a su tía. Las dos habían jugado al bingo juntas antes de enfermar, y otros dos miembros de la familia estaban hospitalizados. “En esta zona no es una broma. Es vida o muerte”, dijo.
El ala de maternidad de COVID-19 en DHR Health es un lugar de calma relativa, pero tiene sus propios problemas. Entre ellos está buscar la forma de cuadrar los protocolos médicos con la realidad del sur de Texas, como las recomendaciones de mantener a la madre aislada en casa y al bebé al cuidado de otra persona.
“Esto es genial en Hartford, Connecticut, porque todo el mundo tiene una casa de 4.000 pies cuadrados, los ingresos medios son 180.000 dólares y todo eso. Aquí es muy diferente”, dijo el doctor Efraim Vela, director médico de salud de mujeres en el hospital. “Estamos teniendo problemas con eso”.
Casi 15.000 mujeres embarazadas en Estados Unidos han dado positivo en el virus y al menos 35 han muerto, según los Centros de Control de Enfermedades. Aunque es posible que una mujer embarazada transmita el coronavirus al feto, parece ser relativamente raro.
Muñoz, de 25 años, no sabía que tenía el virus cuando salió de su casa en la localidad fronteriza de Falcon para dar a luz a su hijo la semana pasada. Aunque estaba de sola cuando se puso de parto, su marido estuvo toda la noche sentado en el estacionamiento, porque no le dejaron entrar.
A primera hora de la mañana pagó 100 dólares por una prueba rápida en una clínica que le dijo que necesitaba pedir cita. “Les dije que era una emergencia. No iban a dejarme sacar a mi hijo del hospital a menos que yo fuera negativo”, dijo su esposo, Nicolas Garcia.
Después de nacer, Muñoz tenía a su hijo a una app de distancia. El hospital deja a las madres que dan positivo en COVID hacer una videollamada al nido. La enfermera Ashley Vaughan se esfuerza en colocar la cámara para que las madres puedan ver las manos y los pies de los pequeños. “Esta madre seguirá en el videochat hasta que la madre se duerma”, dijo Vaughan, señalando a una de las cunas.
“Está bien, ¿cierto?”, preguntó Muñoz a través del celular. Vaughan aseguró a la madre reciente que el niño estaba bien, y la conversación pasó a cuándo podría ir a casa la familia.
“¿Terminaste? ¿O quieres seguir conectada?”, preguntó Vaughan.
Muñoz dijo que se desconectaría por el momento. Echó una última mirada al bebé antes de colgar.
“Te quiero”, dijo. “Adiós”.
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