Ya esto se veía venir. Luego que el Gobierno determinara reabrir la economía tras un extenso periodo de encierro, los expertos anticipaban que el país no tenía las herramientas para monitorear de manera efectiva el avance del COVID-19 y que, en su ausencia, debía guiarnos la cautela. Porque Puerto Rico parecía haber enfrentado exitosamente el virus gracias a aquella admitida corazonada que nos envió a un encierro incomodo pero necesario. Ese encierro se supone que nos diera tiempo. Tiempo para elaborar un plan y tiempo para ejecutarlo una vez se decidiera reabrir. Ese plan exigía un plan de rastreo de contactos que permitiera al Gobierno conocer quien se contagió, donde lo hizo y con quien o quienes estuvo en contacto. Pero ese plan aún no ha finalizado. Inicialmente se ignoró el asunto y más tarde, siguiendo el ejemplo de los municipios que lo implementaron de manera exitosa, el Estado dio luz verde a la iniciativa. Tras varios retrasos, iniciaría el primero de julio pero no fue así. ¿La razón? Ha quedado atrapado en el papeleo y la burocracia para dejar al país desprovisto de un monitoreo efectivo a 5 meses de iniciada la crisis local.
El plan del Task Force también aseguraba que debían aumentarse las pruebas (moleculares). Los números ciertamente aumentaron, aunque no al nivel que habrían querido los epidemiólogos. El lunes nos enteramos que a ello habrá que añadir que los reactivos para completar las pruebas se acabaron justo en medio de un nuevo despunte en los contagios. ¿Pueden hacerse pruebas moleculares si no ha hay reactivos? No. Entonces, ¿Cómo sabremos por dónde van los contagios en medio de esta nueva escalada? De igual manera, hace casi 4 meses (el 19 de abril) el Estado anunció un plan agresivo para prevenir el contagio en instituciones de cuidado prolongado para personas de edad avanzada. Se habían separado –se dijo- 50 mil pruebas solo para ese propósito. “(…) se contempla atender a alrededor de 28,000 residentes y 9,000 empleados en 1,000 facilidades de cuidado prolongado”, dijo entonces la gobernadora Wanda Vázquez. Pero, una vez más, la realidad ha chocado con la implementación. A cuatro meses del anuncio de aquel plan, el escenario nos enfrenta a múltiples brotes o brotes sospechados en estos centros de cuidado prolongado. A eso añada que a la segunda semana de junio la Guardia Nacional (encargada de implementar la iniciativa) apenas había alcanzado 59 hogares de ancianos y, de las 50 mil pruebas prometidas, solo se habían realizado 3,492 rápidas y 3,193 moleculares según reportaba entonces el Centro de Periodismo Investigativo. El lunes, al entrevistar al secretario del Departamento de la Familia, este aseguraba que –aunque se prometió un impacto total de los centros- no se había conseguido porque las pruebas habían sido manejadas de manera voluntaria. La obligatoriedad de las pruebas comenzaría ahora, tras los casos recientes de contagios en estos centros. Así que las 50 mil pruebas que serían utilizadas de “manera agresiva” aún siguen sin ser utilizadas en su mayor parte.
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Luego el Task Force pidió al Gobierno que NO permitiera la reapertura de restaurantes cerrados y sin ventilación en un 50%. Pero el Gobierno permitió su reapertura. El Task Force tampoco recomendó –e incluso se opuso- a la reapertura de iglesias cerradas o cines. Pero el Estado decidió ignorar el pedido de los expertos, al punto que el anuncio de esa etapa de reapertura se escenificó, precisamente, en uno de esos cines.
Entonces, con total sinceridad, ¿es posible que alguien en su sano juicio se sorprenda de que enfrentamos un repunte en los contagios? ¿A caso alguien esperaba que haciendo todo lo que no se pidió hacer habría un resultado distinto? Aquí puede haber espacio para la sorpresa. Este repunte fue advertido por prácticamente todas las voces del mundo científico. El Estado –como ya viene siendo costumbre histórica- prefirió ignorar las recomendaciones científicas para dar paso a consideraciones que, sea cuales sean, han probado ser impertinentes, inadecuadas e incompatibles con las determinaciones de política pública que tienen como requisito el análisis científico.
A eso sume usted esa terquedad transformada en una peligrosa prepotencia. Esa que evidencian miles de ciudadanos que retan una y otra vez las recomendaciones de los expertos y que, cual sabelotodo envalentonado, deciden ignorar el uso de mascarillas, retomar las calles de manera inadecuada y –con ello poner al resto en riesgo. Sí. Quienes exhiben esa conducta son responsables del escenario actual. Pero esa responsabilidad es compartida. El Estado es el responsable de establecer la política pública, comunicar a la población y seguir las recomendaciones científicas y guiar con el ejemplo. Colocar sobre los hombros la totalidad de la responsabilidad por nuestro nuevo escenario es inapropiado, sobre todo porque –aun con la información disponible y en sus manos- se decidió echar al zafacón lo aconsejado. Asumamos todos la parte de culpa que nos corresponda y enmendemos la ruta antes que se nos haga tarde.