La paramédico Elizabeth Bonilla estaciona su ambulancia en una cuadra residencial en el Bronx. Otra ambulancia y un camión de bomberos ya están allí, sus luces tiñen a la calle de un inquietante color naranja. Vecinos se congregan en sus escalones para mirar. Algunos beben vino.
“Tenemos que vestirnos”, dice Bonilla al salir de su vehículo. La llamada es sobre un posible caso de COVID-19, lo que significa que necesita guantes, máscaras y una bata de plástico.
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Una camilla vacía espera en la acera mientras cuatro paramédicos, incluyendo Bonilla, suben las escaleras corriendo.
Unos 43 minutos después, emergen tres paramédicos. Bonilla, de 43 años y veterana del departamento de bomberos, les sigue cinco minutos después. Camina lentamente, con un tanque de oxígeno en su mochila.
“Esta es dura, muy dura”, dice.
La pandemia de coronavirus ha matado a al menos 8,900 personas en la ciudad de Nueva York, aparte de otras 3,900 muertes cuyas causas no fueron confirmadas por un laboratorio.
En su pico, las llamadas de emergencias aumentaron casi al doble del promedio usual. El volumen ha bajado en días reciente, quizás un indicio de que la crisis pudiera estar amainando. Aún así, los 4,000 trabajadores de emergencias del departamento de bomberos de la ciudad están pasando trabajos para mantener el paso.
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“Pienso que nadie estaba preparado para esto”, dice Bonilla.
Para tener una idea de lo que enfrentan los paramédicos como Bonilla, The Associated Press la siguió durante la primera mitad de su doble turno de 16 horas el miércoles.
3:30 p.m.
Bonilla arriba temprano para su turno de las 3 de la tarde, pero el equipo que está usando su ambulancia llega tarde. Una llamada al final de su turno los mantuvo ocupados más tiempo que el esperado.
Cuando el vehículo llega finalmente, Bonilla lo mueve delante de la estación 3 de Servicios Médicos de Emergencias, en el barrio de Castle Hill, en el Bronx.
Ella coloca su equipo personal en la ambulancia. Pone una bola plástica llena de desinfectantes y se cuelga su estetoscopio.
Su termo está lleno de té de limón y jengibre, para ayudarla a mantener la calma.
Bonilla saca toallitas desinfectantes de la bolsa y empieza a limpiar. Frota su asiento, el volante y el resto del área del chofer y entonces hace lo mismo con el área del pasajero. Entonces finaliza la desinfección en la parte trasera.
El color rosado de las herramientas de Bonilla las hace fácil de ver: tijeras rosadas, llaves rosadas, cinta adhesiva rosada, al igual que su walkie-talkie y el desinfectante de manos.
Tienes además tres trenzas de colores dedicadas a tres familiares con cáncer. Una verde y naranja por su madre, que tiene leucemia y cáncer de la piel; una azul por su padre, que tiene cáncer de la próstata; y una rosada por su tía, que padece de cáncer mamario.
“El cabello es vida”, dice. “Y cuando tienes cáncer pierdes el pelo, y esto me hace sentir que los llevo conmigo”.
Ella no ha visto a su madre o su padre en dos meses. No puede, debido a su exposición al virus y el estatus de alto riesgo de ellos. Bonilla ha estado tratando de ayudarles a manejar sus vidas remotamente en su escaso tiempo libre.
“Soy una madre soltera”, dice la madre de dos hijos de 22 y 16 años. “Estoy lidiando con las cosas en mi casa y siendo madre de mis padres y entonces vengo a trabajar y estoy cuidando de otras personas, y lo hago todo de nuevo al día siguiente. Cuidar de otros es lo mío”.
4:45 p.m.
Casi dos horas después de empezado su turno, Bonilla y su compañero aún no han recibido una llamada del despacho, algo impensable hace una semana.
Ellos han estado respondiendo a entre cinco y siete llamadas por turno y a veces trabajando dos turnos diarios, haciendo lo mejor posible para ayudar a los pacientes mientras escasean las máscaras N95 y los tanques de oxígeno.
Las medidas de distanciamiento social han contenido algo la diseminación del virus y eso ha aliviado la demanda de servicios paramédicos. Bonilla está segura de que la calma será breve, pues teme otro aumento de COVID-19 una vez los neoyorquinos regresen a sus trabajos.
“Es el ojo de la tormenta”, dice.
La primera llamada llega cinco minutos más tarde. Bonilla estaciona la ambulancia delante de un edificio de apartamentos. Se baja del vehículo, se pone los guantes y una máscara, toma el equipo que necesita y entra. Minutos más tarde, sale con un paciente, que esta consciente, pero con ayuda respiratoria.
Llegan a una sala de emergencias cercana casi 30 minutos más tarde y entregan el paciente a médicos y enfermeras, todos con vestimenta protectora: guantes, caretas sanitarias y batas. Bonilla lleva la camilla vacía de regreso a la ambulancia, la rocía con desinfectante y la coloca de nuevo en la parte trasera.
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6:55 p.m.
Las ambulancias se acumulan a la entrada de la sala de emergencias mientras la unidad de Bonilla finaliza los documentos y cuando reciben la siguiente llamada se dan cuenta de que están completamente bloqueados. Los operadores eventualmente le pasan la llamada a otra ambulancia.
Unos pocos minutos después están de regreso en las calles, para responder a otra llamada.
Llegan a una casa y se encuentran con una familia en caos. Una gritería estalla en el portal, un desacuerdo entre familiares sobre si el paciente debe arriesgar exposición al virus yendo al hospital.
Bonilla pide asistencia policial y dos agentes controlan a un enfurecido hombre de mediana edad mientras Bonilla evalúa a su hijastro en la ambulancia.
Veinte minutos más tarde, la ambulancia se va con el paciente. El padrastro llora y grita cuando ellos se van.
9:15 p.m.
Tras dejar al paciente en el hospital, Bonilla y su compañero se van apresuradamente a su estación para una rápida merienda. Ella sale del edificio momentos después, con una caja de rosquillas y café en las manos y dice que han recibido una llamada urgente, que la llevará a poca distancia a la casa en el Bronx, junto al Puente Whitestone.
Bonilla coloca el tanque de oxígeno y la camilla vacía en la parte trasera de la ambulancia.
Le da la vuelta al vehículo, fuera de la mirada de los vecinos. Se quita la máscara, toma una toalla de pape y se seca las lágrimas.
“No se puede hacer nada”, dice.
Lentamente, se quita la bata y los guantes. Regresa a la puerta del chofer, toma una botella de desinfectante y se rocía de pies a cabeza.
Un familiar sale de la casa, un joven aproximadamente de la edad del hijo mayor de Bonilla. Se sienta en la escalera, se lleva las manos al rostro y solloza.
Bonilla bebe de su termo y mantiene la mirada al frente.
“Oyes los llantos”, dice. “Oyes y ves todo una y otra vez”.
11:55 p.m.
Bonilla ha estado durmiendo con las luces encendidas y con música gospel. Cualquier cosa que le saque de la cabeza llamadas como esa última.
“Oyes los llantos”, dice. “Oyes y ves todo una y otra vez”.
Ahora, está de regreso en la estación, tras una breve pausa. Va a volver a empezar a las 11 para otro turno de ocho horas, en reemplazo de un compañero que necesitaba la noche para descansar y estar con su familia.
“Estoy exhausta”, dice. “Emocionalmente exhausta y físicamente exhausta y, definitivamente, mentalmente exhausta”.
Cambia el tema de la conversación y habla de los rezos, explicando cómo su fe la ayuda a seguir. Su familia también.
Y entonces están las víctimas de la pandemia, nuevas todos los días, que ella sabe dependen de su experiencia y su apoyo.
“En el momento que cruzo la entrada, las familias, es como si hubiesen visto a Dios”, dice Bonilla. “Esperan ayuda inmediata. Tienen esa sensación de alivio y entonces te dejan toda la responsabilidad. Tienes que asegurarte de que te mantienes fuerte para ellos”.