El 11 de enero se cumplen 20 años desde que tuve que irme de Puerto Rico en busca de un futuro mejor. En aquel momento, las posibilidades de progreso para una madre jefa de familia con cinco hijos aquí eran nulas. En el exilio, más allá de superarnos, sobresalimos gracias a las oportunidades que aquí nunca hubiéramos encontrado.
Este aniversario me motiva a repasar estos veinte años en la política puertorriqueña. Interesante por demás, risible si no fuera tan trágico, es encontrar que los partidos que se han turnado al bate para administrar la colonia empataron con tres turnos cada uno. Es inútil ya gastar palabras en hablar de los resultados. Los vivimos todos en nuestro día a día. Con el voto por herencia contribuimos al juego de sillas musicales para administrar la colonia.
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Lo que sí tenemos es el deber de preguntarnos en el amanecer de una nueva década cuál es el Puerto Rico que queremos y cómo lo lograremos. Tenemos que hablar al respecto, pero más que hablar, tenemos que actuar. Es responsabilidad de todos reconstruir esta isla. Tal como nos enseñó la dura lección de María, podemos reverdecer. Podemos tener educación de excelencia, infraestructura energética confiable, economía en crecimiento, oportunidades para nuestros jóvenes, seguridad y salud para todos, alimento seguro y muchas otras cosas que algunos piensan inefables, pero que son solo objetivos que, bien planificados, son alcanzables. Necesitamos un cambio drástico. La alternativa es impensable: una isla vacía, la desaparición de lo que hoy llamamos Puerto Rico.
Estamos jartos, pero la frustración no es suficiente. Tenemos que hacer algo. No podemos seguir haciendo lo mismo y esperar resultados diferentes. Tenemos que votar con conciencia, no por herencia o por tradición. En el aniversario veinte de mi partida de la isla, le propongo a Puerto Rico que trabajemos unidos para que nunca más nadie tenga que llorar en el aeropuerto porque aquí no encontró las oportunidades que teníamos el deber de ofrecerle.
El cambio va. Es indetenible.