El Viejo San Juan es un desierto. Para ser un jueves en la mañana, a sus centenarios adoquines les faltan los pasos de miles de transeúntes que la visitaban regularmente antes del golpe del huracán María. Luego de 22 días de fenómeno natural, imperan los negocios cerrados y el silencio. Allí no se hallan grandes destrozos o inundaciones, pero en el epicentro de nuestra capital se vive la devastación que dejó el ciclón de otra manera.
Frente a la Plaza del Quinto Centenario, con el Castillo de El Morro a sus espaldas, un único piragüero hace su agosto. Varios agentes de Homeland Security compran su producto y se gozan el hielo consyrup bajo el sol candente.
PUBLICIDAD
“Al principio estuvo bueno. La gente venía a ver la devastación que dejó el huracán y, además, buscaban refrescarse con las piraguas. Ahora no, las ventas han bajado”, dijo Bryan Paredes a Metro.
Para conseguir los bloques de hielo, material más importante para sostener su negocio, es “una misión”. “Como compramos a diario, en la fábrica nos dan prioridad”, añadió.
En la esquina de la calle del Cristo cruzando con la San Sebastián, está Renzo Segarra en su restaurante Ostra Cosa. Antes del paso del temporal, vendía unos $7,000 diarios, ahora no llega ni a los 1,000.
“Las ventas han bajado porque muchas oficinas del Gobierno no pueden trabajar normalmente porque no tienen luz. Tienen problemas con plantas, no tienen diésel y los horarios son bien inestables”, afirmó.
Para mantenerse a flote está haciendo 120 almuerzos diarios que vende a $5 y que tiene que repartir él mismo por el casco de San Juan en un carrito de golf.
PUBLICIDAD
Renzo explicó a Metro que los turistas han mermado sobremanera y a “los restaurantes que están abriendo esperando que lleguen clientes les está yendo mal”.
Con sus palabras concurre María Luque, una española que atiende la barra El Patio de Ana, ubicada en la calle del Cristo. El espacio estuvo tres semanas cerrado, y ahora que reabrió solo puede emplear a 4 personas, de una nómina de 20, porque lo que genera no le da para pagarles. “Muchos de mis empleados se han ido de la isla”, soltó.
Además de la falta de movimiento, Luque resaltó que hay problemas con la seguridad. En las noches, el Viejo San Juan es casi “una boca de lobo”.
“El municipio colocó generadores eléctricos, pero no es en todas las calles. La policía está, precisamente, vigilando que no se roben esas plantas, pero no dando rondas”, sentenció.
Y la alcaldesa, ¿ha llegado hasta aquí para ofrecerle apoyo?, preguntó este medio.
“A Carmen Yulín [Cruz] yo solo la he visto en las noticias”, ripostó.
En la esquina Sol de la calle del Cristo, en un pequeño negocio atestado de figurillas de recuerdo, están Wilmary Díaz y Samira Vélez. Tras dos semanas de abrir la tienda Cuatro Puertas, no han vendido ni un peso.
“Ni una cosa. Nada, de nada, de nada. No hay clientes, no hay turismo, no hay nada”, acentuó Díaz.
Necesitan generar dinero, puntualizó Díaz. Por su parte, Vélez hizo un gesto afirmativo con su cabeza y acotó: “Ella tiene un nene; yo tengo dos”.
En la Plaza de Armas, sentada en un banquillo con la mirada pérdida en un grupo de palomas, está una residente de la calle Recinto Sur.
“Vivo en un apartamento de unas 16 personas y todos se han ido. En las noches, por la oscuridad, no duermo”, afirmó la mujer que no quiso ser identificada.
Brandon Mattso, que solo está generando $50 diarios (antes 1,500) y $20 los utiliza para comprar la gasolina de la planta eléctrica, opera su negocio “para ayudar a la gente”. Ya no está pensando en las cuentas, comentó. Ahora lo que le ocupa es que San Juan comience a normalizarse, aunque no sabe cómo se repondrá de la catástrofe. Mientras, seguirá abriendo La Güerita para, al menos, venderle una empanadilla a quien, dentro de la emergencia, se le ocurra —y pueda— llegar a distraerse.