Cuando uno es chiquito, vive despreocupado de la mayoría de las definiciones de la vida, más allá del léxico que uno adquiere naturalmente en su medioambiente y en su crecimiento académico. Como que no hay que buscarle cinco patas al gato, lo que te garantiza un grado bastante alto de felicidad en la mayoría de los casos.
Por ejemplo, cuando se es pequeño, uno ve y escucha felizmente las palabras “niño”, “niña”, “joven”, “adolescente” o cualquier otro sinónimo relativo a la edad o a la etapa. Y escucha como bien lejanas y extremadamente ajenas las palabras “señora” o “doña”. Yo las veía como merecen, con tremendo respeto, pero lejanas y nada relacionadas a mí. Y eso me duró muchos años, lo reconozco.
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Hasta hace unos días que fui a una farmacia y escuché a un bagger decirle a otro: “¿Las Motrin vienen de 800?”. Y el bagger número dos le dijo: “Sí, pero tienes que buscarlas en el recetario. ¿Son pa ti?”. “No chico. Son pa una doñita”, dijo bagger número uno. Adivinen quién era la doñita… ¡Esta que está aquí! En ese momento sentí que el pinche que tenía en el pelo se me espetaba en la cabeza hasta enterrarse porque la cabeza me crecía desmedidamente como bomba de blony de goma de mascar.
Y cuando bagger número uno regresó a decirme que tenía que ir al recetario, debe haber encontrado mi cara tipo walking dead recién mordido. “Señora que…”, dijo. “Sí, gracias; te escuché. Muy amable”, dije sonriendo y buscando preservar el mandamiento de amar al prójimo como a ti mismo aunque te den ganas de ARGHJ.
No compré las Motrin 800 porque no me dio la gana de ir al recetario y que algún otro delirante fuera a llamarme “doñita” en la tras góndola sin contar con que como soy semiciega, escucho como si fuera la mujer biónica. Fui con mis manitas y busqué el mismo ingrediente activo en una góndola en la que solo yo me juzgaría, aunque me tuviera que meter cuatro pepas en vez de una.
Cuando las fui a pagar, reapareció en el escenario el bagger número uno. “¡No fue al recetario!”, exclamó sorprendido. “No, tranquilo, gracias… Oye, solo por curiosidad, ¿tú tendrás como 30 años más o menos?”, tuve, tuve, tuve que preguntar. A lo que me respondió: “Noooo, señora, yo tengo 27 pa 28. ¡No me diga eso! ¿Tan viejo me veo?”. O sea. El mismo que me dijo “doñita” estaba corrigiendo mi margen de error de dos a tres años en el cálculo, sintiéndose el muy puberto y reiterando lo feo que le resulta mi edad.
“Claro, de 27 pasas sin duda pa 28, pero no pa viejo. Es como yo, que pasé de señora a doñita con solo pedirte unas Motrin”, le respondí de manera totalmente innecesaria porque de seguro no se dio por aludido, de seguro hoy no ha entendido y capaz que piensa que necesitaba cannabis en vez de Motrin.
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A ver. Yo no voy a olvidar el día en que alguien se refirió a mí como “señora”. También fue en una farmacia. (Pensándolo bien, ¿tendré que dejar de ir a las farmacias?). Ese día yo me reí silenciosamente porque fue como cuando le canta el gallo a la nena que todo el mundo sabe que cambió de etapa, pero solo la madre lo grita, a la nena le duele todo y se le cae la cara, no de vergüenza pero de novedad. Eso fue hace como doce años; quizás catorce. (Tengo una laguna mental que no tiene que ver con la edad sino con un referente que prefiero olvidar).
Aclaro que no se trata de que me moleste la edad. Yo asumo cada uno de mis años con mucho gusto, y, si alguien se equivoca y me quita uno, yo le aclaro mi edad. Tengo 42. Me siento más o menos como eso a pesar de las Motrin 800.
Pero el shock, el shock de escucharlo por primera vez… Lo próximo no es “doñita” en diminutivo. Es “doña” y supongo que pasarán doce o catorce años más… y luego es “vieja”, según el ojo que lo vea. Qué tremenda es la vida. Qué ingrata… y solo porque me dolían “momentáneamente” las coyunturas.