Nuestro ordenamiento jurídico está regido por un estado de derecho que, en teoría, debe asegurar que todo ciudadano y ciudadana sea tratado y juzgado en igualdad de condiciones frente a la ley.
La normativa máxima del Estado, desde esa acepción, habrá de estar guiada por los principios de garantizar equidad en los derechos y libertades de la ciudadanía, proteger y respetar la dignidad humana y evitar cualquier tipo de acción discriminatoria, aunque sabemos que, en la práctica, este axioma no es más que un pronunciamiento manoseado arbitrariamente por quienes asumen desde el estrado la responsabilidad de aplicar la justicia.
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El mejor ejemplo lo presenciamos esta semana en el Tribunal de Distrito de Estados Unidos en Puerto Rico, foro que tuvo ante su consideración el reclamo de validar el matrimonio igualitario en la isla, petición que fue denegada por el juez Juan Pérez Giménez en una sentencia cargada de argumentos discriminatorios cuya rítmica resonaba más a cántico fundamentalista que a razonamiento jurídico.
A este señor juez le correspondía atender la petición de cinco parejas homosexuales que, habiendo contraído matrimonio en alguna de las 32 jurisdicciones en Estados Unidos donde el casamiento entre parejas del mismo sexo es legal, solicitaban el reconocimiento de sus relaciones en la isla.
Se trataba, entonces, de resolver una controversia al amparo de la defensa de los derechos humanos y civiles de las y los ciudadanos preservando el principio de equidad y trato igual frente a las leyes que debe estar protegido en todo dictamen judicial. En este caso, sin embargo, no fue así.
Al momento de atender la petición, el juez federal se albergó en consideraciones vacuas que se distancian de la doctrina legal que ha prevalecido durante los últimos años en las cortes estadounidenses y, a su vez, se aisló de las tendencias que van marcando la ampliación de espacios democráticos en diversas partes del mundo.
Para sustentar su dictamen contra el matrimonio igualitario, por ejemplo, Pérez Giménez argumentó que el casamiento responde a una “intención de procrear” y que esa es, a su vez, “la base que sostiene el orden político”.
Ese acercamiento no es más que la réplica del necio e insulso testimonio que prevalece al interior de un amplio sector religioso del país que, en su afán por defender un ordenamiento social tradicional, se refugia en un discurso anacrónico que intenta secuestrar los derechos humanos y las libertades civiles cobijándose tras una lectura prejuiciada y restringida de sus textos bíblicos.
De esa manera, Pérez Giménez perdió la oportunidad histórica de aportar su grano de arena a favor de la ampliación de los márgenes de nuestra democracia.
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Por el contrario, con su sentencia se hizo cómplice de esa peligrosa tendencia de convertir en principios universales o científicos ideas que en realidad nacen de creencias aceptadas en ciertos grupos religiosos, como bien lo expresó el portavoz del Comité Amplio para la Búsqueda de Equidad, Osvaldo Burgos.
En el mismo riel del juez federal también transita la mayoría de los representantes legislativos del país, quienes han mostrado su indolencia al momento de tratar asuntos de igualdad y equidad, desde la aprobación de un currículo con perspectiva de género para nuestras escuelas hasta la consideración del proyecto que permitiría la adopción entre parejas homoparentales.
Por eso resulta absurdo que, al zapatearse de su responsabilidad legal para atender el reclamo del matrimonio igualitario, Pérez Giménez recomiende que la deliberación de un asunto de tanta importancia como este se trate desde el escenario legislativo.
Al resolver la demanda de esa manera, el juez no solo obvió la jurisprudencia legal derivada de casos como este resueltos en las cortes de Estados Unidos, sino que, además, soslayó el rol del foro judicial que justamente está convocado a atender todas las contravenciones contra nuestros derechos fundamentales que surgen de la acción legislativa y las decisiones gubernamentales.
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