Me voy a meter en el debate. Voy a comentar de deportes. Como periodista no cubro el tema, tampoco soy un estudioso, un analista o un experto de los aspectos ténicos de disciplina deportiva alguna. Con ese dramático disclaimer me entrometeré en el tema como seguidor y ciudadano que disfruta al máximo el triunfo de los nuestros y, sobre todo, como papá.
Durante la pasada semana, nuestra selección nacional de baloncesto ha estado bajo fuego —injusto para unos, merecido para otros— tras su actuación en esta primera parte del Mundial que se celebra en España. Ayer, el debate se aguantó un poco, cuando nuestros Doce Magníficos libraron la coca ante Filipinas.
Con mi preámbulo establecí que no pretendo analizar la actuación de Barea, los métodos de Paco Olmos o si Flor Meléndez tiene razón. Busco con este escrito que todos nos preguntemos: “¿Tenemos un proyecto de país para el desarrollo del deporte? ¿Es reflejo el desempeño de nuestro equipo del estancamiento que hemos experimentado como pueblo en la evolución de tantas otras facetas?”.
Mi impresión es que en el campo deportivo, como en la educación, por ejemplo, el Estado se ha convertido en el administrador de una enorme chequera (por la que muchos salivan) que aporta grandes sumas de dinero a proyectos privados, algunos exitosos y otros no tanto, con metas variadas, en vez de asumir el rol protagónico que le corresponde, delineando e implementando un plan nacional que redunde en buenos resultados a largo plazo.
Les cuento mi experiencia como papá de Rafael Antonio, quien recién cumplió sus ocho años. Después de pasearnos por varias disciplinas, mi niño se detuvo hace tres años en el baloncesto y lo ha escogido por ahora como el deporte a practicar. De hecho, al día de hoy, a esa recurrente y molestosa pregunta que hacemos los adultos a los niños —¿qué quieres ser cuando seas grande?—, Rafa responde: “Jugador de la NBA y veterinario”. En ese orden y sin titubear.
Independientemente del talento natural que pueda tener (y de su papá no lo sacó) y los factores no necesariamente deportivos que le llevan a un niño a adoptar esa como una meta de vida, en aquel momento comenzamos a buscar las opciones para el entrenamiento formal que el nene deseaba. Mi única intención era que, más alla del tiempo que podemos pasar en familia, Rafa tuviera dos o tres horas a la semana de actividad física obligada durante las que, de paso, derrotemos la competencia del iPad y sus compinches.
En ese proceso, como papás, uno recibe un primer golpe. Y es que, al asimilarlo todo, partimos del hecho de que en nuestras escuelas, públicas y privadas, no hay —en términos generales— un programa amplio y eficaz de Educación Física. Así que me adentré en el complejo mundo de los clubes deportivos privados. Para hacerles el cuento corto, pasé por dos, de los más prominentes, y salí frustrado. El afán de estos clubes, apoyados económicamente por el Gobierno, es de competir, no formar. Como familia, nos pasábamos de torneo en torneo, también auspiciados por el Gobierno, en una obsesión incesante por el triunfo en el que la suerte ya estaba adjudicada, pues los niños jugaban con los de su “nivel”. Ante la desilusión, muchos papás me advirtieron que la solución “secreta” para ellos había sido sencilla, contratar a un entrenador privado y así poder “dar la liga” en la cancha. Ya voy por el tercer club con mejor suerte.
Toda esta experiencia me lleva a una conclusión: en nuestro país el entrenamiento formal deportivo de un niño con un talento promedio es a billetazo limpio. Mientras, billete a billete, los nuestros, por cierto, se van a los fondos públicos para subvencionar franquicias, organizaciones, clubes y torneos de productores y apoderados con negocios legítimos. Y si por suerte de ahí sale nuestra selección nacional de 2025 con una medalla de oro, pues “¡enhorabuena!”, diremos entonces.
El Departamento de Recreación y Deportes tiene que ser menos de recreación y más de deportes. El Gobierno tiene que darle más importancia al Programa de Educación Física en las escuelas. El Estado tiene que ver el deporte en su sentido más amplio y dejar a un lado el enfoque simplista de que ello solo nos sirve para combatir la obesidad infantil. Tienen que delinear las estrategias con un interés colectivo de forma tal que el ente privado sea el aliado y no a la inversa.
En el deporte, como en la educación y en la economía, estamos sin un proyecto de país. Así que, a la larga, ni los Doce Magníficos ni Paco Olmos tienen la culpa.
Vea también estas notas: