En una sala de redacción de cualquier medio de comunicación se pueden escuchar dos palabras: ¡un muertito!
Quien lo dijo no se vanagloria de decirlo, pero los que trabajamos en periodismo sabemos el significado: es una noticia que se acaba de recibir y que hay que cubrir. Pero reflexionemos por un momento sobre el significado real de esas dos palabras. Pobres de aquellos que embriagados del sensacionalismo y la llamada fama de ser los primeros caen en la insensibilidad y no pueden hallar el verdadero significado de esas dos palabras. Cuando se comienza a ejercer como periodista, es muy probable que se pierda ese sentimiento producto del hambre que se tiene por ver, descubrir, escribir e investigar. Luego, con el tiempo, se descubre que estamos equivocados. Cada persona fallecida tiene una historia que deberíamos aprender a contarla correctamente, teniendo siempre en cuenta que esa persona fallecida tiene dignidad y que sus familiares sufren un dolor indescriptible por la pérdida.
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Hace dos semanas cubría una escalofriante escena, que en nuestros días, por desgracia, se ha vuelto común. En el lugar había dos personas que se identificaron como periodistas, pero pongo en tela de juicio que lo fueran porque no tenían identificación de ningún medio acreditado y porque su comportamiento era reprochable. En más de una ocasión, mientras los agentes investigaban la escena y se escuchaban los sollozos de los familiares de la víctima, el dúo se estaba riendo a carcajadas.
Probablemente, la risa era producto de un cuento entre ellos, pero no se habían percatado que las personas a su alrededor los miraban con recelo y desprecio. Desde el vehículo donde yo estaba observaba la intolerable escena. Por un momento me olvidé del propósito de mi presencia en ese lugar y me concentré en contemplar cada detalle de la censurable imagen que supuestamente involucraba a los colegas.
Algunas personas que estaban en el lugar, de esos que les gusta curiosear, emitían juicio general, de más esta decir que muy feo, de nuestra profesión. Se lo comenté a mi compañero fotoperiodista, quien lleva casi 30 años en esto, y me dijo: “Esos no deben ser periodistas, pero, si lo son, están empezando en esto”. Sentí repugnancia al pensar que, si realmente lo eran, lo que les habían enseñado en las escuelas de comunicación les entró por un oído y les salió por el otro. ¿Acaso no son capaces de darse cuenta de que tanto la persona fallecida como sus familiares merecen respeto? ¿Podrían pensar solo por un momento que hay gente sufriendo y niños huérfanos? ¿Y qué tal si la persona fallecida resulta ser un familiar de ellos? De seguro, sus rostros serían otros. Esa experiencia me llevó a reflexionar sobre nuestro deber como periodistas ante el dolor.
¿Saben algo? He visto llorar como niños a compañeros periodistas y fotoperiodistas afectados por el fuerte impacto de las imágenes en escenas trágicas. Son compañeros que, como mi alma gemela en las lides de la profesión, llevan décadas observando en primera fila el dolor de los demás. Son personas que cada vez que cubren matanzas se identifican con los afligidos porque piensan en sus parejas e hijos. Puedo asegurar que la experiencia los ha sensibilizado y el dolor de los demás los ha convertido en más humanos. Ejemplo de ello fue el pasado 1ro de febrero de 2013, cuando un desalmado en su intento por huir de la policía arrolló a una familia completa del residencial El Prado en Río Piedras. No me puedo olvidar de los rostros llenos de lágrimas de los agentes investigadores de la Policía, de los periodistas y los fotoperiodistas. Sus rostros reflejaban impotencia y angustia por la dantesca escena en la que murieron seis personas, entre ellos cuatro niños. Muchos pensarían que estamos acostumbrados a esas tragedias, pero no es así. Esa tarde se puso a prueba nuestro valor.
Puedo entender que todas esas imágenes en las que se presenta el sufrimiento son dignas de representación, aunque a mí me parezcan perturbadoras. Esas representaciones que otorgan las imágenes deberían conmovernos. Cuando se está ante el dolor de los demás, no se debe fomentar la indiferencia. Entonces, ¿cómo es posible que te rías y no te conmiseres del dolor de quienes lo padecen?