Ya comienzan a llegar a casa nuestros colegiales, los freshman que ya terminan su primer semestre universitario. ¡Llegó! Una foto saliendo del aeropuerto con su mochila y maleta, sonrisa de oreja a oreja, y lágrimas de felicidad es la estampa más hermosa para los padres de los hijos que estudian en otros países. Sentimos lo mismo cada vez que nuestra hija tiene un break para visitarnos o nosotros ir a verla a ella.
El retorno de nuestros hijos — en nuestro caso solo tenemos una— es como volver a parirlos, es el inicio de la Navidad. Vivimos esto cada año como una novedad, la miramos sin cansarnos, la abrazamos, la besamos y acariciamos. Queremos escuchar sus anécdotas. Algunas las ha contado ya, pero no importa; queremos que nos las cuente otra vez en persona.
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Esa estadía es pura alegría para la familia. La casa vuelve a tener regueros, música o muchachería. Uno de los padres suele quedarse a pie porque los jóvenes no paran la pata (y uno con el corazón en la boca rogando que regresen sanos y salvos del jangueo. Se llevan el carro con el tanque lleno y lo regresan empty. Se van con las medallas (apoyan lo local) y la neverita plástica para la playa y te botan, al menos, una toalla si no te rompen la neverita. Los muchachos saben que su presencia provoca alcahuetería y lo aprovechan y uno los deja. Imagínate, son nuestro tesoro.
El poco tiempo que van a estar en familia hay que aprovecharlo y pasarlo bien. Al punto que se rompe la rutina y, en algunas ocasiones, “las reglas”, aunque las de seguridad permanecen intactas. Hay que estar pendientes a ellos cuando pequeños y cuando grandes, porque siempre, por más independientes que sean, necesitan apoyo y sabios consejos para seguir viviendo.
¿Qué quieres comer? Una pregunta que a lo mejor nunca hicimos cuando los criábamos, por el trajín diario, se convierte en: “Te hice tu comida favorita, arrocito blanco con habichuelas colorás y recao del huerto, caderitas de pollo con ajo fresco y orégano, y por el la’o unos amarillitos fritos duritos como te gustan. Ah, y flan de queso hecho en casa”. Y la abuela o el abuelo, OMG, rompen el molde: le hacen avena por la mañana o hasta guineítos en escabeche con guineos del campo acabados de cortar de la mata (yo no mondo guineos).
Pero antes de que todo eso ocurriera, hubo un nido vacío que requirió de nuevas maneras de llevar la vida, para dar rienda suelta a los sueños de la hija y continuar con la vida en la casa vacía. En mi caso, hace unos años me certifiqué como horticultora. En el proceso, pude crear nuevos vínculos, aprendí el arte de sembrar y cosechar frutas, hortalizas y hierbas aromáticas en tiestos. Pasé mis conocimientos a mi amado y mantuvimos un diverso huerto en tiestos en la terraza del apartamento (sin patio).
Sí, el huerto nos ocupó, nos alegró y nos enseñó que, al igual que con los hijos, el amor, el cuidado, el esmero, la moderación o la atención son necesarios para preparar el terreno de manera que sea fértil. Y para que, una vez plantes la semilla, ella haga lo propio para desarrollarse, germinar y vivir ante los desafíos; en el caso de las plantas: mucho o poco sol, hongos, gusanos u otros insectos, depredadores o pájaros; y fortalecerse, florecer, polinizarse, dar frutos y seguir existiendo, prepararse para la próxima cosecha. Los hijos requieren cuidados y dejarlos que vivan y crezcan. ¡Bienvenidos sean!