Hizo bien el gobernador Ricardo Rosselló Nevares al retirar su proyecto de “libertad religiosa”, aunque lo cierto es que nunca debió haber lanzado al ruedo legislativo una medida que autorizaba a los empleados del sector público negarse a atender a los ciudadanos, en caso de entender que a quien servían violentaban sus creencias o convicciones.
Las consecuencias de haber dado paso a una legislación como esa eran, evidentemente, autorizar prácticas discriminatorias y de odio a expensas de esa mal nombrada libertad de credos.
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Aunque la representante María Milagros Charbonier fue la comisaria de esta medida, en su calidad de presidenta de la Comisión de lo Jurídico de la Cámara de Representantes, tras de ella se aglutinaron decenas de heraldos de diversas iglesias del país, a quienes escuchamos hasta el cansancio jactarse de vociferar la defensa de lo que definieron un “derecho fundamental de vital importancia para el desarrollo de una sociedad digna”.
Para ellos y ellas se trataba, según alegaban, de “poder actuar conforme a los valores y principios (cristianos), teniendo como límite intereses apremiantes del Estado para la protección del bien común”. Ese credo fue incorporado en el texto final del documento que llegó a aprobarse en la Cámara Baja.
Quienes insistían en esta legislación nunca entendieron, o se negaron a entender, que en Puerto Rico hay un Estado de derecho que protege y recoge la libertad de culto, tanto mediante legislación como en preceptos cobijados al amparo de nuestra Constitución.
Sin embargo, aun cuando la intención de usar la religión como excusa para propiciar el discrimen ha sido revocada, lo acontecido en las pasadas semanas merece reflexión.
En primer lugar, como bien lo señaló Amárilis Pagán Jiménez, directora del Proyecto Matria, parecería que la Cámara de Representantes se ha convertido en un refugio del sector religioso más conservador del país, dando la espalda a otras denominaciones y grupos humanistas que creen en la equidad.
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Eso no aporta en nada al fortalecimiento de nuestra democracia. Los procesos legislativos no pueden privilegiar sectores ni creencias. Deben, por el contrario, transcurrir con el más amplio espíritu democrático e inclusivo, en respeto a los derechos humanos, a las diferencias y a la pluralidad.
La Asamblea Legislativa, además, no puede convertirse en el púlpito para predicar la moral, porque al así hacerlo se abre una puerta peligrosa para imputar y condenar todo aquello que, según el criterio de algún defensor moralista, pueda parecerle infame, perverso y prosaico.
Ante eso, siempre es importante recordar al filósofo alemán Federico Nietzsche, quien, en su lucha por desenmascarar las falsedades de los regentes del poder, se ocupo de recordarnos que “la moral es la gran mentira de la vida” cuando la utilizamos para despotricar contra otros, manchar reputaciones y reproducir modelos de conducta que no deben tener cabida en una sociedad plural y democrática.
Esa perspectiva dogmática de la moral estuvo presente en el discurso religioso que impulsaba la legislación de “libertad religiosa”. Sus referencias iban atadas a un maniqueísmo ideológico del poder, típico de una corriente del cristianismo que se adereza con la idea del pecado y la culpa.
Para ellos, contravenir las normas que su religión impone como reglas de convivencia, es actuar mal y merece ser juzgado, discriminado y condenado. Ese enjuiciamiento moral que se erige desde la tribuna religiosa no puede tener espacio en el orden gubernamental.
El fundamentalismo religioso puede ser perverso contra los derechos civiles de la ciudadanía porque ocultos en su reclamo de los “valores cristianos” yace esa perspectiva dogmática de la moral que discurre entre una errónea concepción de “lo bueno y lo malo”, que no es más que un vil maniqueísmo ideológico del poder.
Ese fanatismo, así como las posiciones extremistas y herméticas, poco ayudan al desarrollo de nuestra sociedad democrática, plural, justa e inclusiva. Son, por el contrario, actitudes más próximas a la intolerancia, la discriminación, el odio y el despotismo.
Haber retirado el proyecto de “libertad religiosa” fue acertado. Confiemos en que se haya aprendido la lección.