Este fin de semana la realidad me golpeó en la cara. Unos familiares llegaron de visita a la isla y, como buenos anfitriones, mi esposa y yo les llevamos a conocer algunos lugares tratando de sacarle el jugo al fin de semana. Pero al hacerlo, no ya desde mis ojos de residente probablemente inmunizados y agarrados de la inherencia de la costumbre- sino desde la mirada inquisitiva del que visita, descubrí que nos estamos acostumbrando a que el deterioro consistente de nuestro país sea inevitablemente la norma.
Los familiares ya habían estado en la isla. Su última visita había sido hace unos seis años. Por eso, redescubrir el país les causó sorpresa. Y yo, como aquel que acaba de abrir los ojos, me sorprendí junto a ellos.
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“A penas veo policías. Como que no hacen mucho”, me lanzó uno de ellos. “Antes se les veía más”, añadió, mientras señalaba a nuestro alrededor para apuntar al hecho de que no habíamos visto un solo agente de la policía durante un largo tramo. Después de asimilar el comentario, le expliqué que esa ausencia tenía poco que ver con “pocas ganas de trabajar” y mucho más con “poco personal para trabajar”. Indudablemente, la escasez de policías ya comienza a pasarnos factura y, a pesar de los pocos agentes y la salida anticipada de otros mil de los que quedan al finalizar este año, la Junta Fiscal ha entendido que no es necesario asignar fondos para una nueva academia.
Junto al tropel de familiares nos movimos a Piñones para buscar pasar un día de playa. Luego de estacionarnos junto a los kioscos y comenzar nuestro camino a la playa al lado de la carretera, escuché dos voces. “Que peste”, soltó uno del grupo. Y yo le secundé en un par de segundos. Inevitable no hacerlo. Una mirada de reconocimiento me permitió divisar el cuerpo de un perro inflado, en avanzado estado de descomposición y a punto de reventar en plena calle, a pocos pasos del punto donde nos tocaba cruzar. El olor era insoportable. Uno de los niños del grupo añadió: “Yo vi otro perro cuando veníamos de camino”. Porque, claro, la escena no es excepción sino la norma. Solo que nos hemos acostumbrado a ella. “Que montón de basura. Con tanto potencial que tiene esta zona. Es una pena”, dijo otro. Yo pude contestar muy poco. Así que mejor guardé silencio. Sí, estaba sucio. Y mucho. Los zafacones en la zona estaban desbordados y el camino de arena a ambos lados de la calle estaba forrado de vasos y latas. Un chiquero que distraía de la maravilla natural que aguardaba. No debería ser normal. No lo es en otros destinos turísticos con los que competimos por el favor de los visitantes. Pero nos hemos acostumbrado.
Las visitas nos llevaron al Viejo San Juan. Era domingo y entrar a la isleta tomó una eternidad. Ya estacionados en el “Parking del Tótem” al bajarnos de los carros otro fuetazo de mal olor nos golpeó sin compasión. Apestaba a orines. Y mucho. En cada esquina de aquel estacionamiento que ardía al calor de la tarde. Era una trampa de calor y orín que hervía a altas temperaturas. El camino se nos hizo eterno mientras nos abríamos camino para salir de allí. La escalera del lugar albergaba otra historia. Los escalones, sucios en exceso, servían de bandeja para innumerables vasos, latas y papeles que nos guiaban a la salida donde la puerta de un ascensor inservible nos daba la bienvenida. Por aquella escalera maloliente tocó subir un coche donde se paseaba a uno de los bebés del grupo.
Ya afuera tocaba caminar a la explanada de El Morro para llevar a los niños. Allí otro basurero. En custodia federal, pero basurero al fin. Vasos y más vasos; plásticos y más plásticos. Preferí guardar silencio. También cuando alguien del grupo apuntó al deterioro de las estructuras históricas. Todas exhibiendo los efectos de la falta de mantenimiento. Paredes sin pintura o cubiertas de ese sucio que se sabe viejo; incrustrado como tatuaje. Pero a ello también nos hemos acostumbrado. Y entonces vino el comentario final luego de pagar la cuenta en un restaurante de la zona.
El problema no era el total, sino el monto del impuesto. “11.5 es muy alto. Allá pagamos menos pero lo recibimos en servicios. Y aquí no es que se vea mucho” nos dijo una de la mujeres del grupo. Minutos después la escasez de servicios de calidad por los que se supone pagamos con esos impuestos elevados quedaba evidente. En ATM nadie contestaba el teléfono para poder reservar un viaje familiar a Culebra para visitar esas playas que vendemos como paradisiacas. En Internet todas las fechas por las próximas 3 tres semanas aparecen totalmente vendidas. “Imposible no poder comprar boletos por anticipado”, decía otro con asombro.
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Bienvenidos a la Isla de la Fantasía, donde todo lo imposible se hace realidad.
¿Qué hacemos para sacudirnos de ese marasmo que nos hace aceptar la mediocridad como la única de las posibilidades?