Sus muertes han sido un recordatorio. Una alerta de un problema que viene cocinándose durante más de una década y que la oficialidad o no ha entendido o ha querido ignorar en medio del balance de intereses que se produce a la hora de cuadrar la caja. Hablo de las historias que han ocupado titulares y, tristemente, han pasado por debajo del radar como pasa con lo cotidiano. Probablemente porque ya se está tornando precisamente en ello. Hablo de los dos adolescentes que, en menos de una semana, han muerto en dos incidentes de violencias separados. Primero el menor de 15 años que murió en medio de la quinta masacre del año en Loíza. Segundo, el adolescente de apenas 14 años que murió en medio de un fuego cruzado en el residencial Luis Llorens Torres. Según los informes policiacos, ambos jovencitos no sólo estaban armados sino que habrían usado o intentado usar sus armas en medio de situaciones de conflicto. Y de inmediato nacen las preguntas que se tornan en evidentes. ¿Por qué estaban armados? ¿Dónde estaban sus padres? ¿Qué hacían en las calles a altas horas de la noche? Y la lista continúa. Pero el análisis sobre por qué estos y otros adolescentes entran a tan temprana edad al mundo de las armas y la droga se queda en demasiadas ocasiones en la superficie. Para entenderlo, la sociología nos ha dado respuestas que están disponibles para quien quiera escuchar. Y al analizarlas es imposible no concluir que la suerte de esos y otros jóvenes ha sido dictada por el Estado y sus políticas de recortes que, ya por más de una década, han apostado al desmantelamiento de programas dirigidos a atender a los niños en sus etapas primarias y respaldar a las familias en comunidades desventajadas.
Son varios los factores. El primero de ellos, la desigualdad. No debe ser sorpresa que ambos jovencitos pertenecen a comunidades económicamente desventajadas donde -por diversas razones- la movilidad social es una misión cuesta arriba. No es casualidad que comunidades en las que existen limitaciones al acceso a buena educación, salud y opciones para combatir el ocio se tornan en imanes para la proliferación del narcotráfico. La falta de oportunidades de empleo, educación deficiente y hasta un adecuado sistema de transportación pública se convierten en caldo de cultivo para el bajo mundo que, en muchos casos y ante la ausencia de buenos empleos, se convierte -nos guste o no- en el “patrono donde no hay patronos”.
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A lo anterior sume que durante más de una década y con mayor insistencia desde la llegada de la Junta Fiscal, el país ha vivido cero desarrollo económico y , como contraparte, múltiples recortes dirigidos a agencias como Educación y Familia.
Sabemos que necesitamos más trabajadores sociales, pero decidimos dejar al Departamento de la Familia con un déficit de estos profesionales. Sabemos que necesitamos policías, pero no autorizamos los fondos necesarios para prepararlos y graduarlos. Necesitamos opciones que promuevan una educación accesible y de calidad pero cerramos escuelas y mantenemos altas matrículas por salón. A eso añada que no solo hacemos más cara la matrícula en la universidad del Estado sino que se le recortan cientos de millones de dólares de su presupuesto, asunto que pone en evidente riesgo la acreditación de sus programas y la calidad de su enseñanza. Para sumarle al agravio, consistentemente han ido desapareciendo o se han reducido al nivel del ridículo programas extracurriculares en a escuelas o agencias como la Oficina de Asuntos de la Juventud o Comunidades Especiales que se han visto reducidas a sólo una sombra de lo que antes fueron.
Los expertos han advertido que esa política pública se va ha convertir en la incubadora de una violencia que seguirá ganando terreno y arrastrando a sus redes a los más pequeños de nuestra sociedad. Los mismos a los que seguimos acorralando hasta dejarlos sin opciones de futuro. Y luego nos preguntamos por qué tenemos niños gatilleros.