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Opinión de Julio Rivera Saniel: Equidad de género y ciencia ficción

El periodista problematiza sobre la educación con perspectiva de género

Julio Rivera Saniel

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Nunca he entendido la oposición visceral de un sector del cristianismo a la educación por la equidad como herramienta contra la violencia de género. Tampoco que ese mismo sector se oponga al uso del término para definir los actos de esa violencia que se perpetra contra la mujer, anclados todos en una visión que coloca a hombres y mujeres como figuras sociales con jerarquías gracias a normas sociales aprendidas.

Y no lo entiendo porque en mis conversaciones con opositores de esa herramienta como arma contra la desigualdad y la violencia contra las mujeres, quienes la rechazan nunca han sido capaces de articular argumentos basados en hechos, sino -casi invariablemente- en teorías conspiratorias. Mi recuerdo más fresco -más allá de la discusión reciente tras el careo en “El Gran debate” entre los candidatos a la gobernación César Vázquez y Alexandra Lúgaro- fue la oposición a la carta circular que establecía la equidad como política pública en el Departamento de Educación, por allá por el 2015. Allí realidad y “ficción” compartían espacio en medio de la discusión pública. Un escenario que me parecía inverosímil. ¿Cómo teoría y elucubraciones podían sentarse a la mesa de los “hechos”? ¿Cómo se pretendí que fueran tomados con seriedad a la hora de establecer o eliminar política pública?

En los hechos, la carta firmada por el entonces secretario de educación, Rafael Román, hablaba de “equidad de género”. La definía en su cuarta página como “una distribución justa de beneficios, el poder, los recursos y las responsabilidades entre hombres y mujeres”. Y continuaba definiendo la “inequidad de género” como “las desigualdades injustas, innecesarias y prevenibles que existen entre mujeres y hombres. Esas desigualdades suelen privilegiar lo masculino, subordinar a las mujeres y afectar a todas las personas”. ¿Alguien podía estar en contra?  En los hechos, la carta firmada el 25 de febrero de 2015 no establecía un curso de equidad. No tenía libro de texto, promulgaba el desarrollo de estrategias y metodologías para fomentar la equidad entre hombres y mujeres en el proceso educativo, incitaba a la identificación de contenido sexista en textos y materiales docentes y promovería el uso de lenguaje inclusivo en “las prácticas, los materiales educativos y las comunicaciones de carácter administrativo” del Departamento de Educación. ¿Qué exactamente había de malo en ese texto?  Pero en la “ficción” la carta circular era solo una política pública anticristiana, que buscaba promover que niños y niñas cambiaran su “preferencia” sexual, estudiaran sobre el coito y se “iniciaran” en el sexo de la mano de maestros y maestras que les enseñarían mediante el uso de “libros de texto” que habían sido “comprados y distribuidos en las escuelas públicas”. ¿Dónde estaban esos libros? Nadie podía contestar. ¿Qué estudiantes en qué escuelas y bajo qué maestros habían tenido acceso a esos textos? Nadie nunca pudo responder. Pero aun así había oposición. Todo, decían, era un complot para la “creación de homosexuales y lesbianas” instruidos por maestros.  En los hechos, el Departamento de Educación no utilizaría libros de texto para “enseñar” equidad porque, según se explicó entonces hasta la saciedad, no habría una clase, sino que se aplicaría una enseñanza basada en la equidad de manera “transversal” o, lo que es lo mismo, integrada a todas las materias. Pero en esa discusión paralela se aseguraba que el Gobierno había comprado miles de libros para la clase que había sido desmentida. Que habían malgastado fondos públicos para comprar libros para los y las estudiantes a razón de “entre $50 y $100 por unidad”.  Comenzaron a divulgarse fotos de libros titulados “Sexo, ¿qué es?,  “Nuestra sexualidad” o “Quiero saber” para afirmar que se trataba de los libros que iban a ser utilizados o que “ya eran utilizados en las escuelas” para adoctrinar a los niños y niñas. “Este es el libro que pronto se le entregará a nuestros niños en la escuela pública elemental” afirmaban los opositores a la carta circular. Insistían en que el Gobierno quería enseñar a los menores a sostener relaciones sexuales orales, estimulación anal y hasta bestialismo. “A esto le llaman educación en perspectiva de género. No olvidemos que el bestialismo es un delito en Puerto Rico. Y lo peor de todo es que no se menciona el alto riesgo a la salud de estas conductas sexuales” decían en su momento para justificar su oposición a la educación por la equidad. Pero ante la confrontación y al pedirse prueba de dónde, quiénes y cuándo habían tenido acceso a esos libros en el proceso educativo nadie jamás pudo evidenciarlo. Nadie, jamás, en medio de un universo de más de 30 mil estudiantes.

Al final del camino, la llegada de Ricardo Rosselló y una mujer, Julia Keleher, al Departamento de Educación, provocaron la anulación de la carta circular en cuestión.

Y aunque la derogación llegó acompañada de la promesa de redactar una nueva carta que ayudaría a promover la derogación de la inequidad desde el sistema público, la promesa probó ser solo una mentira.

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Hoy, cinco años después y en medio de una enorme crisis de violencia contra las mujeres, educar en equidad vuelve a ser cuestionado. Y vuelvo a preguntarme por qué. Mi esposa y yo, como padres de una niña para la que queremos un futuro lejos de violencia e inequidad anclada en su género, vemos con sorpresa los argumentos (o la ausencia de ellos) que son utilizados para intentar frenar la eliminación de concepciones erradas sobre los deberes, derechos, responsabilidades y oportunidades a las que tienen derechos la niñas solo por ser lo que son.

Mientras las especulaciones y las teorías conspirativas siguen frenando esa agenda de equidad, la realidad nos sigue golpeando en la cara, cada vez que un hombre asesina a una mujer porque la cree de su propiedad. Porque le piensa “menos”. Cada vez que una mujer gana menos que un hombre realizando las mismas tareas y cargando las mismas responsabilidades.  Sigo sin entenderlo, sobre todo porque esa oposición tampoco llega de la mano de propuestas para atender el problema. Quizá porque ante los ojos de muchos ese problema no existe. Lo que si me queda claro es que quien se opone a la erradicación de esas nociones machistas es, aun sin querer serlo, cómplice de esas inequidades sistemáticas. Menos ficción y teorías conspirativas. Que con los problemas desatendidos de la vida real tenemos suficiente.

 

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