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Opinión de Julio Rivera Saniel: El silencio nos hace cómplices

Lea la columna del periodista Julio Rivera Saniel

Julio Rivera Saniel

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A George Floyd lo asesinaron. De eso no hay duda. Imposible tenerla luego de haber visto ese video que se convirtió en un testamento a la tortura. Y una triste confirmación de que aun hoy, en pleno siglo 21 y después de décadas de luchas y denuncias, aún existen quienes piensan que hay personas superiores a otras por su color de piel.

Verlo me causó angustia. Y luego rabia. Cada segundo que transcurría al ver esas imágenes me ahogaba. Porque en el rostro de George Floyd me veía a mi mismo. ¿Y si hubiera sido yo el detenido? También veía a tantos otros que como yo hemos sido testigos de cómo el discrimen –hacia nosotros mismos o hacia los demás, da lo mismo- se ha tornado en un arma letal que, si lo permites, puede destruirte y, con ello, todo lo que eres capaz de ser.

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Ver el video también y repasar la historia de George me recordó también que he sido afortunado. Y que mientras crecía tuve privilegios. Mis padres y, antes que ellos, mi abuela materna, pudieron estudiar más allá de la escuela superior. Mi abuelo materno y mis bisabuelos paternos fueron comerciantes prósperos. Mi padre luego también lo fue y, junto a mi madre –maestra- nos garantizó acceso a espacios que otros niños y niñas negros no tuvieron. Estudiamos en colegio privado casi toda nuestra vida escolar y, desde siempre, se nos dijo que iríamos a la universidad. Como ellos. No existía en mi casa la menor duda de que podríamos ser aquello que quisiéramos ser. La historia de éxito no era un intangible sino una posibilidad alcanzable porque, a fin de cuentas, ya tenía el ejemplo en casa. A mí alrededor, sin embargo, no siempre se repetía esa historia.

Lo que si se nos enseñó a unos y a otros fue una lección que luego probó ser dolorosamente cierta. Una consecuencia directa de ese racismo que aún sigue vivo y que no es distinto sino la raíz de ese que acabó con la vida de George Floyd. En este mundo que te ha tocado vivir, si eres negro ser bueno no es suficiente, decía aquella lección. Hay que ser sobresaliente. Extraordinario. “Se te exigirá el doble”, aprendí. La mediocridad que para otros es suficiente para acceder a las posiciones a las que aspiras no lo será para ti. Esas lecciones entraron, a fuerza de repetición, con la intención de prepararnos para salir a ese mundo de posibilidades ilimitadas si lograba sobrevivir a los intentos por detenerme. Porque todo parecía diseñado para hacernos tropezar

Y yo Salí listo. Vestido con esa armadura de certezas inculcadas en la casa. Estoy seguro que gracias a ellas me hice fuerte. Lo suficiente para ignorar las ofensas disfrazadas de chiste fácil que llegan a diario en una sociedad que insiste en que no es racista pero en realidad lo es. Esa para la que la piel negra es la excepción;  la que “no pertenece”. La de “otro”. La que dicta que quienes la tienen son “exóticos” o, en su defecto, deben ser extranjeros porque, claro, los negros solo habitan otras latitudes. Esa para la que el pelo crespo es “malo” y, de paso, inferior. Y como lo es tiene que ser modificado.  La que se atreve a decir en pleno siglo 21 que llevar el cabello rizado al trabajo, ante cámaras o a eventos formales es inadecuado. Lo adecuado es alaciarlo para que luzca distinto a lo que es. En definitiva, como el de otro. No como el tuyo. LA que incentiva que quien tenga nariz achatada se la “arregle” porque vino dañada. Esa misma que disfraza el racismo de “chiste” y que concluye que si no te ríes de esa broma que busca la carcajada fácil a cuenta de tu propia dignidad, entonces eres un acompleja ‘o que –bendito sea Dios- no tiene buen humor. LA misma que promueve concursos de belleza donde el ideal de lo “bello” es solo uno y que obliga a las participantes a alterar lo que son, porque lo que son no es suficiente para “ser bellas”. La misma en donde hay quien aún afirma que la televisión no es para negros a menos que estén dispuestos a ser “el chiste” de algún libretista con la cabeza poco amueblada.  La misma que promueve visiones estigmatizadas de hombres y  mujeres negras. Si es negro es bruto. Si es negro es vago. O ladrón, o analfabeta o criminal. La misma cuyas instituciones consienten sin mayores consecuencias la detención, los abusos o las agresiones de oficiales del Estado contra hombres y mujeres negras, sin que ello tenga mayores consecuencias. Pregúntele a George Floyd. O a Alma Yariela Cruz Cruz. O a Adolfina Villanueva.

Yo tuve la suerte de tener las armas para enfrentar a un mundo que –como norma- piensa que lo que soy no es suficiente o una excepción. Para ahogar las voces que en el camino intentan hacerte dudar y limitar tus posibilidades. Nunca las escuché. Pero esas voces a veces son ensordecedoras. Y aunque soy yo y solo yo quien controla como me veo a mí mismo, está claro que allá afuera hay un mundo que insiste en querer verme a mí y a quienes lucen como yo como inferiores. Tanto como para creerse con el derecho de detener a un hombre, clavarle una rodilla en el cuello y dejarlo ahogarse escudado en un gran “porque sí”. Controlo como me veo a mi mismo pero ello no me garantiza inmunidad ante agresiones como esa que acabó con George y con decenas como como él y como yo, antes. En tiempo reciente, Esas voces se han visto envalentonadas por un discurso árido, nocivo y poco inteligente que llega desde las altas esferas del poder en Estados Unidos y el mundo. Por eso hoy, más que nunca, nos toca a todos salir de la comodidad y pasar a la denuncia. Al combate activo contra  cualquier conducta discriminatoria. Ya no basta –nunca debió hacerlo- con el “yo no lo hago”. Los tiempos exigen la denuncia activa, el reclamo, el repudio. La combatividad. Porque a fin de cuentas el silencio nos convierte en cómplices. Si seguimos guardando silencio, entonces a Floyd lo habremos matado todos.

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