Esta semana hemos confirmado lo que expertos han venido advirtiendo hace meses: estamos en una sequía en proceso.
La confirmación, que nos acerca el bendito fantasma del racionamiento de agua, se ha dado por la hidróloga del Servicio Nacional de Meteorología que me contaba el lunes en “Pega ‘os en la mañana” por Radio Isla 1320 que no se proyecta mejoría en las lluvias hasta finales de junio, principios de agosto. Y eso nos deja con un panorama de déficit de lluvia de hasta 8 pulgadas en el Oeste y hasta 4 en el Este.
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Sin embargo, nuestro problema de abastos de agua disponible debe ser contextualizado. Porque cuando evaluamos el asunto a fondo descubrimos que no es tan sencillo concluir que no tenemos agua simplemente porque no llueve. Sí. Es cierto. En los últimos dos meses ha llovido poco. Pero también es cierto que en enero y febrero llovió mucho. Tanto que este febrero, según el exdirector de la EPA para Puerto Rico y el Caribe, Carl Soderberg, rompió los records de lluvia históricos para ese mes. Entonces, ¿el agua que cayó se evaporo? ¿Nos la bebimos? ¿Nos la echamos encima? No precisamente.
Aunque se ha reflejado un aumento en el consumo de agua porque el COVID 19 nos ha encerrado en las casas, lo cierto es que Puerto Rico no tiene la infraestructura necesaria para recoger toda la lluvia que cae de manera eficiente. En 2015, con el paso del huracán María, los embalses recibieron grandes cantidades de sedimento; fango; tierra. Llámelo como quiera. Según declaraciones emitidas por el liderato de esa corporación en 2019, según un modelo matemático del que no se dieron mayores detalles, los embalses perdieron el 10% de su capacidad de almacenaje de agua. El problema es que ya antes del huracán, expertos habían anticipado que los embalses habían perdido consistentemente su capacidad de almacenaje.
El propio exdirector de la EPA ha citado a expertos que aseguran que en embalses como Carraizo, tanto como la mitad del suelo está lleno de tierra. Así que aunque los embalses parecen llenos, realmente están a la mitad (quizá un poco menos, quizá un poco más) de su capacidad. El escenario empeora cuando descubrimos que para saber a ciencia cierta cuál es el estado del suelo de los embalses, la AAA debía hacer un estudio de “batimetría” que nos diría exactamente cuánto de los embalses es agua y cuanto fango. La última de esas batimetrías se habría realizado hace 15 años. Ahora, tras los efectos de María, la AAA ha procurado que FEMA pague al menos parte del dragado que permita limpiar el suelo de los embalses y, con ello, que retomemos la capacidad de poder almacenar el agua que cae. Pero FEMA aun no paga. En gran medida porque la AAA ha tardado en producir los e estudios que permitan probar que los suelos están, efectivamente, sedimentados.
Para que usted tenga una idea, para dragar dos embalses como Carraizo y La Plata el país necesita $600 millones que la AAA no tiene. Cuando se evalúa todo ese cuadro de hechos y descubrimos que, tres años después de María seguimos parados en el mismo “babote”, no se puede evitar la frustración. ¿Es FEMA quien ha tardado o ha sido la AAA la responsable de la lentitud? Sea cual sea el caso, parece correcto concluir que nuestras “sequías” tienen mucho de “auto inducidas”. Tanto que en ocasiones hemos tenido que abrir las compuertas de los embalses para mandar río abajo miles de galones de agua que, de ordinario, no habrían tenido problema de permanecer en los embalses si su lugar no estuviera ocupado por sedimento inservible. Por lo pronto, el dragado sigue en la gaveta del eterno “está en proceso” donde ya ubica la reparación de las casas destrizadas por María, la demolición de estructuras y reconstrucción de hogares destruidos por los terremotos del Sur, el cheque de $1,200 que ya han cobrado hasta en Islas Vírgenes y la Fuente de la Juventud de Ponce de León. La espera continúa.