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Opinión de Julio Rivera Saniel: "Let’s get Loud"

Lea la opinión del periodista Julio Rivera Saniel

La música popular y los ídolos que se levantan utilizándola como vehículo son poderosos. Mucho. Y lo son, aunque algunos subestimen su alcance. Para muchos, todo lo que huela a pop es desechable. Se le acusa —muchas veces de manera injustificada— de carecer de contenido, de abusar de los estribillos fáciles y las melodías pegajosas. Como si el éxito comercial fuera una falla en sí mismo. El pop endulza y encanta. Pero también, cuando quiere, convence y hasta define.

Para no ir muy lejos, recordemos las marchas del pasado verano en Puerto Rico y el protagonismo casi orgánico —por abusar de un término ya abusado— de figuras arrancadas del ideario pop, como Ricky Martin, Ednita, Kany García o Bad Bunny. Todas con un enorme alcance, que decidieron utilizar para sacar a sus audiencias del escenario pop al activismo popular. Si quiere ir más lejos, pregunte a algunas de las más grandes estrellas de las décadas de 1980 y 1990. A Madonna, con aquel “Like a Virgin” en la primera entrega de los MTV Awards en 1984 o su “Like a Prayer” cargado de iconografía religiosa en 1989. O A Janet Jackson y su “Control”, de 1986, que movió a toda una generación de mujeres negras en Estados Unidos al feminismo sin saber en realidad qué era aquello. O su álbum The Velvet Rope, de 1998, que llevó al #1 de Billboard temas sobre el contagio con el sida, la violencia doméstica o la homofobia. Todo siempre con esa envoltura pop que garantiza una entrada a la radio y que permite desviar la atención del contenido lo suficiente como para que, sin darte cuenta, hechizado por la envoltura, el mensaje te golpee en la cara. Más recientemente, Beyoncé y aquel “Formation”, que ocupó el Super Bowl en tiempos del Black Lives Matter. El pop arranca suspiros, crea ídolos y, cuando quiere, también hace pensar.

En esa misma tradición de la música popular como vehículo de protesta, se encuentra el “Born in the USA”, de Bruce Springsteen. Ese que escuchamos a todo pulmón en voz de Emme, la hija de Jennifer López, en el ya famoso espectáculo de medio tiempo del Super Bowl este domingo. La niña entonaba el coro de ese éxito de 1984. El asunto, de entrada, habría parecido inofensivo, o hasta patriótico. Pero luego se nos revelaba el entorno: niños en jaulas —como se dice que se mantiene a niños en la frontera con México en medio de la política migratoria de Donald Trump— y JLo envuelta en una capa de plumas que dibujan la bandera de Estados Unidos, para pronto develar su interior con la bandera puertorriqueña en todo su esplendor. La bandera de los millones de puertorriqueños que han sido objeto de un trato, cuando menos, cuestionable, en medio de la respuesta federal a los huracanes de 2017 y los terremotos de comienzos de año. Al pensarlo, todo tenía sentido. “Let’s get loud” gritaba mientras la niña insistía en aquel “Born in the USA”, que no fue otra cosa sino una crítica al Gobierno estadounidense por llevar a la guerra de Vietnam a miles que luego regresaban en muchos casos para recibir un trato indigno.

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Jennifer, la superestrella, la nominada al Grammy, la de las coreografías extenuantes y el aplauso del público tras cada presentación, terminaba triunfante junto a su  compinche en escena, Shakira, no solo satisfecha por un espectáculo impecablemente realizado y el aplauso del público, sino, de seguro, también, porque se había salido con la suya en la más pura tradición pop. Un espectáculo enorme en un escenario igualmente enorme, agraciado con una audiencia aún mayor no podía ser otra cosa que el lugar para hablar de aquello que le importa. Gracias. Después de todo, el arte debe permitirse empujar nuestros botones y hacernos pensar. Ya lo dice aquella cita que una vez llegó a  mi atención sin tener muy claro de dónde vino.

Art Should Comfort the Disturbed and Disturb the Comfortable.

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