Los republicanos se han tenido que hacer maromas para confeccionar una defensa ante las denuncias contra el presidente Trump por ejercer presión para lograr que los funcionarios ucranianos investiguen a la familia del rival político Joe Biden. El argumento más sensato es el esbozado por el senador de Pensilvania, Pat Toomey, quien propone que aun si Trump le pidió un favor a Ucrania, el delito puede no alcanzar un nivel que exija la acusación.
En mi opinión, lo que hizo Trump sí constituye un delito. Y sí, es suficiente para exigir su destitución, especialmente cuando se coloca dentro del contexto del resto de sus acciones.
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En determinados momentos, he estado a favor y en contra de la acusación principalmente porque, como Toomey y otros han argumentado, es un paso drástico. De hecho, ningún presidente ha sido destituido de su cargo mediante este proceso, y en la historia de los Estados Unidos esta es solo la cuarta instancia en que se utiliza el mecanismo.
La acusación no debe hacerse debido a diferencias políticas, a pesar de que la Constitución establece el proceso como político. Solo debe hacerse cuando el presidente ha cometido uno de esos mal llamados “crímenes y delitos menores” y la remoción resultante del presidente está en el mejor interés de la nación y de la democracia. Estamos en esa coyuntura, al igual que con Richard Nixon hace 45 años. Pero es complicado.
Cuando Trump despidió al director del FBI James B. Comey y dijo públicamente que lo hizo debido a la investigación sobre la posible colusión rusa con la campaña presidencial en 2016, y también trató de despedir al abogado especial Robert S. Mueller III, el abuso flagrante del poder y el intento de obstruir la investigación fueron motivos de juicio político por principio.
Cualquier presidente que abusa del poder de su cargo para obstruir las investigaciones sobre sí mismo o su pueblo debe rendir cuentas. No hacerlo es invitar a más, y potencialmente peor, abuso. Con alguien como Trump, que pone al “emperador” en la “presidencia imperial” y que cree que la Constitución le da autoridad desenfrenada “para hacer lo que quiera”, este control es de vital importancia para la preservación del equilibrio de poder.