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Lea la opinión del licenciado Leo Aldridge

Hace poco, en una escuela pública de Ponce —siempre son escuelas públicas—, dos bebés de seis años se enredaron en una pelea a empujones con otro niño de siete. En otro plantel de Ponce —por supuesto, escuela pública—, una niña de 12 quiso bromear con su amiga y la pinchó con un alfiler.

Y ahora, todos ellos —sí, leyó bien, niños de 6 años— son enjuiciados criminalmente. A la niña, incluso, le radicaron un cargo por violar la ley de armas gracias a su alfiler.

Nosotros lo permitimos. Todos nosotros. “La verdadera medida de cualquier sociedad”, decía Ghandi, “se encuentra en cómo trata a sus miembros más vulnerables”.

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Y así nosotros tratamos a nuestros niños y niñas pobres, los más vulnerables de todos los vulnerables, porque no tienen dinero, no tienen derecho al voto, no tienen una educación formalizada, no tienen el cerebro plenamente desarrollado, no tienen conexiones ni palas, y no conocen plenamente sus derechos ni cómo ejercerlos.

Estos niños no cuentan para nadie. Son totalmente prescindibles para el sistema. Que nadie se llene la boca con las frases huecas y clichosas de que nuestros niños son nuestro futuro, porque estos, de carne y hueso, que llenan las salas judiciales de menores, no cuentan ni un poquito en el presente.

Los adultos que se supone que supervisen a estos niños —y los guíen— son los que verdaderamente fracasaron. En estos casos, los maestros, los policías, los mal llamados procuradores de menores —en realidad, son fiscales con casos de peleítas bobas— representan el triunfo de la burocracia y la mediocridad en la escuela, en la Policía y en los tribunales. La decencia y el sentido común perdieron.

Hay todo un señor policía de apellido Vargas que, presumiblemente, fue a la academia a formarse, que usa macana y pistola, y que debería estar combatiendo el crimen real, que bastante caliente es en Ponce. Sin embargo, se entretiene leyéndoles las advertencias de ley a los bebés de seis años, que las firman escribiendo en molde su nombre, letra por letra.

Finalmente, están los mal llamados procuradores de menores, que se autoengañan al decirse a sí mismos que están procurando el mejor bienestar del menor. Es embuste. Están haciendo malabares mentales para no admitir que, por años, estudiaron Derecho para enjuiciar a niños por tonterías y que, lejos de beneficiarlos, los traumatizarán para toda la vida. Si logran el aval de una jueza para ingresarlos en un penal juvenil, está casi garantizado que ese niño se dedicará al crimen el resto de su vida.

Decía en el primer párrafo que este tipo de delitos —les dicen faltas, en vez de crímenes para sentirse menos malos cuando procesan a un niño de seis años— solo ocurre en escuelas públicas. Y es así. Si uno visita una sala judicial de menores —casi ningún legislador lo ha hecho—, se da cuenta inmediatamente de que todos tienen uniformes de sus respectivas escuelas públicas. En Puerto Rico, el problema se agrava porque la ley no establece un mínimo de edad para que el Estado le radique acusaciones a un niño.

Estas peleas de muchachitos, cuando suceden en escuelas privadas como San Ignacio o San José o Marista o Saint Johns o Perpetuo, se resuelven con sicólogos, o prohibiéndole al que se portó mal participar de algún evento deportivo. Quizás llaman a los padres y, tal vez, hasta haya una suspensión. Nadie aboga por que la conducta errada quede impune. Lo que no puede pasar es que el niño rico vaya al sicólogo a hablar de por qué peleó, mientras el niño pobre vaya a probatoria o a la cárcel porque peleó.

Esa es la doble vara en la justicia juvenil. El tribunal de menores existe solo para los niños pobres que, según el Instituto de Desarrollo de la Juventud, representan en Puerto Rico el 58 % de esa población. Aquí realmente aplica aquella frase de que la justicia es una perra flaca que solo muerde los talones a los pobres.

Cuando hace tres años, el pueblo entero se indignó con el procesamiento penal de una niña negra de educación especial llamada Alma Yadira Cruz por una pelea escolar, el Senado y la Cámara aprobaron dos medidas legislativas que llegaron hasta el entonces gobernador Ricardo Rosselló. Por ser contradictorias, Rosselló las vetó y prometió que haría una nueva legislación. Nada pasó, pues se entretuvo en su chat delictivo vacilando con sus boys e ignorando a los verdaderos niños.

No sabemos qué sucederá con los bebés de 6 años que están ante la jurisdicción del Tribunal de Menores de Ponce. Tampoco sabemos el paradero de la niña de 12 años que bromeó con su amiga y ahora es imputada. Lo que sabemos es que nada bueno vendrá del procesamiento criminal de estos niños y niñas. Lo que también sabemos es que, más allá de los abnegados abogados de la Sociedad para la Asistenciwa Legal, estos niños y niñas no tienen quienes los defiendan y los ayuden.

Pensar que los adultos a cargo del país van a corregir esto sería una fantasía. Una fantasía de niños.

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