“Lo que mal comienza, mal termina”. Eso sentenciaba ayer el presidente del Senado, Thomas Rivera Schatz, sobre las circunstancias detrás de la designación de Pedro Pierluisi como secretario de Estado y su juramentación. Con toda posibilidad, el tiempo probará que, en este caso, Rivera Schatz tiene la razón.
Y es que el manejo de la situación legal de Pierluisi como “gobernador” deja mucho que desear, sobre todo en los tiempos que vivimos. Tal vez hace unos años —o unos meses antes del llamado Verano del 19— la llegada de Pierluisi a La Fortaleza habría pasado con menos aspavientos. Pero en estos tiempos de reclamos de pulcritud, transparencia y exigencia de cuentas claras, existen demasiadas nubes sobre la “gobernación” del otrora comisionado residente. Y no hablo sobre los méritos o faltas de Pierluisi, tampoco sobre su currículum o su experiencia laboral. Si Pierluisi merece o no —en los méritos— ser gobernador es harina de otro costal. Un asunto que, en definitiva, deberá ser adjudicado por usted que me lee. De lo que hablo es del mar de contradicciones que rodean la llegada de Pierluisi “al poder”.
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Pierluisi fue nombrado secretario de Estado. Más tarde fue confirmado en ese cargo por la Cámara de Representantes. Pero las dudas sobre su validez como “gobernador” comenzaron a caer como sal en la herida aún abierta de los reclamos que provocaron la salida de Ricardo Rosselló.
Pierluisi juramentó como secretario de Estado “en receso”, en una ceremonia privada en una residencia privada. Demasiada privacidad para tratarse del proceso resultante de los reclamos de transparencia que antecedieron su llegada al poder.
Entonces, Pierlusi —que no había sido confirmado por el Senado— juramentó como gobernador, también de manera privada. Lo hacía, según dijo, para evitar que Puerto Rico quedara sin cabeza. El problema es que esa preocupación parece infundada si se reconoce como cierto que, si Pierluisi no era ratificado aún como secretario de Estado, la gobernación pasaría a ser ocupada, gracias al proceso de sucesión, por la secretaria de Justicia. Y luego llovieron las contradicciones. Primero, que se allanaría a la decisión del Senado sobre su cargo, ya no como secretario de Estado, sino como “gobernador”. Luego, afirmando que no acudiría al Senado, pero que recibiría a los senadores interesados en conversar con él para atender sus dudas. Más tarde, el domingo, cuestionó la capacidad d Senado de votar porque “realmente al yo ser gobernador no hay una base legal para llevar a cabo una votación”. Pero el lunes recogió velas. “Si el Senado de Puerto Rico decide llevar a cabo cualquier tipo de votación sobre mi incumbencia, voy a respetar el resultado de dicha votación”, decía en declaraciones escritas que desmentían cambios de postura, aunque eran irrefutables virazones. A lo anterior sume la total ausencia de los documentos requeridos en Cámara y Senado para su confirmación, sustituidos exclusivamente por una declaración jurada.
Todo lo anterior, unido a los cuestionamientos constitucionales sobre los mecanismos para hacerse con la gobernación, han tenido el efecto de marcar, inevitablemente, la incumbencia de Pierluisi con un gran signo de interrogación. Me temo que, incluso con una decisión del Tribunal Supremo validándolo como primer ejecutivo, los fantasmas seguirán persiguiendo a Pierluisi durante su potencial incumbencia. ¿Cómo adelantar proyectos ante los cuerpos legislativos que hoy lo cuestionan? ¿Cómo adelantar medidas ante un Senado cuyo líder ha tachado de ilegítimo su “mandato”? ¿Cómo gobernar con constantes recordatorios de que su llegada al poder no fue alcanzada ni con el voto directo del pueblo ni con el aval de los cuerpos legislativos, sino solo con el espaldarazo Ricardo Rosselló y echando mano de las enmiendas echas a una ley, que han sido calificadas de “inconstitucionales” por sus proponentes y firmantes? ¿Cómo? En definitiva, que suele ser el caso que, en las carreras, los caminos más cortos nos hacen llegar más rápido. Pero no siempre son la ruta correcta.