Si algo ha quedado evidenciado en medio de las luchas sociales que ha protagonizado nuestro pueblo en las últimas semanas es el anacronismo que encierran muchas disposiciones de nuestra Constitución.
No se trata únicamente de debatir sobre cómo se conduce el orden sucesorio en caso de la ausencia de un gobernador, que ha sido el eje de las discusiones públicas que hemos presenciado, sino cómo esa Carta Magna limita los poderes que deben atribuírsele al pueblo para hacer valer su soberanía en el pleno ejercicio de su democracia.
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En primer lugar, hay que trascender la antigua concepción de entender la democracia solo como el acto de emitir un voto, cada cuatro años, en un evento electoral. Si bien es cierto que esa es la forma que ha asumido el modelo de las democracias liberales en la época moderna, también es cierto que no tiene por qué ser el único.
Si aspiramos a una sociedad mejor, que garantice el pleno disfrute de los derechos de la ciudadanía, con un ordenamiento más democrático, participativo, justo y equitativo, hay cosas que tenemos que modificar.
La experiencia social que hemos vivido en nuestro país, con un pueblo tomando las calles, exigiendo la renuncia de un gobernador y logrando su salida del poder político, debe servir de ejemplo para encausar un debate serio en torno a cómo atemperar la Constitución a nuestros tiempos, valorando el clamor del pueblo y avanzando a la conquista de espacios más democráticos para nuestra sociedad.
Para esto hay que empezar estableciendo una ecuación simple: nuestro ordenamiento político y gubernamental no puede estar secuestrado por los partidos políticos. Ahí está nuestro principal problema.
Los partidos políticos son, por definición, instrumentos de organización que, congregados por preceptos afines, promueven la participación libre de los ciudadanos en la vida democrática, viabilizando el acceso de estos al ejercicio del poder público mediante el sufragio.
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Sin embargo, los partidos políticos no pueden convertirse en regentes de la administración pública. El Gobierno, en palabras sencillas, no puede pertenecerles a los partidos, como ha quedado evidenciado en la lucha que se ha desatado en el interior del oficialista Partido Nuevo Progresista para determinar quién ocupará el cargo de gobernador ante la salida del renunciante Ricardo Rosselló Nevares.
Empero, esta no es la primera vez que presenciamos cómo los partidos secuestran los puestos electivos. Lo hemos visto al momento de surgir vacantes en alcaldías y en la Legislatura, ya sea por casos de muertes o renuncias. Una vez se desocupa el escaño legislativo o la máxima posición en un ayuntamiento, allá corre el partido oficialista a establecer cómo ocupará la vacante sin tomar en cuenta cuál es la opinión de los constituyentes. Eso debe cambiar.
Cierto es que en este momento es muy poco lo que la ciudadanía puede hacer para decidir quién habrá de ocupar el poder en La Fortaleza porque, malamente, el ordenamiento político actual amarra las posiciones electivas a los partidos que se imponen en los procesos electorales.
Es una situación que coloca nuestro sistema de representación a merced de una ley de hierro de la oligarquía, puesto que, evocando al sociólogo alemán Robert Michels, limitamos la democracia al principio de delegación de poderes en un partido político, lo que termina en una centralización antidemocrática del poder. En ese sentido, tal y como lo estamos viviendo en Puerto Rico, el partido se torna en un micro Estado y en un fin en sí mismo.
¿Cómo alterar ese estado de las cosas y avanzar hacia la conformación de una sociedad más democrática? Sencillo, hay que cambiar nuestra Constitución.
Ante la disputa de a quién le corresponde ser el gobernador o gobernadora de Puerto Rico tras una renuncia, nada más legitimo que convocar nuevas elecciones para que la ciudadanía decida. De igual forma, cuando nos enfrentamos a la ineptitud de un gobernante, que desata en la insatisfacción y repulsa popular, nada más democrático que contar con la herramienta de un referéndum revocatorio que le permita a la ciudadanía ejercer su voz y voluntad.
Aquí está el centro de lo que debería ocupar la atención ciudadana en el futuro inmediato. Es imperativo trabajar en los cambios constitucionales que requiere nuestra Carta Magna para convertirla en un documento que valore y respete la soberanía del pueblo. A esos fines, ya se han presentado varias propuestas ante el Senado y la Cámara de Representantes que deberían ser atendidas con urgencia tan pronto inicie la nueva sesión legislativa. Otras están aún por formularse.
No basta con entretenernos en el debate de quién será la persona en ocupar la silla de la gobernación. Hay que ir más lejos y procurar que nunca más la voluntad democrática del pueblo quede a merced del capricho de la partidocracia.