Al filo de las cinco de la tarde del domingo, llegaba la noticia. El gobernador Ricardo Rosselló acudiría a la red social Facebook para, desde allí, dar un mensaje al país. De inmediato comenzaron las apuestas. Para mí, el escenario podía traer cualquier cosa, menos el anuncio de su renuncia. Anunciaría la designación para alguno de los puestos vacantes en su gabinete; tal vez alguna movida política para intentar afianzarse en su silla o reiteraría que se quedaba en su cargo. No me equivoqué. Sucede que, desde el principio del escándalo del chat de Telegram, el gobernador no ha dado indicios de entender la magnitud de la indignación pública. Yo, como muchos otros, tampoco la tenía clara, sino hasta que las manifestaciones iniciales se han convertido en una protesta permanente contra el gobernador.
Pero ninguna de las señales que ha llegado desde Fortaleza, hasta el lunes, indica que el gobernador o sus allegados “entienda” que vivimos un momento histórico, que las manifestaciones son realmente multitudinarias y que el reclamo de renuncia parece haber llegado para quedarse. Para muestra, varios botones. Primero, las reiteradas expresiones públicas del gobernador asegurando que “escucha” al pueblo, pero, en definitiva, termina no haciendo caso a lo que ese pueblo reclama. Más recientemente, en el contexto de la reunión que sostuvo con alcaldes de su propio partido, Rosselló fue citado diciendo que lo visto en las calles es solo el resultado de la intervención de la “izquierda estadounidense” o “el chavismo”. Tome, además, a los miembros del staff de Fortaleza, para quienes las manifestaciones son solo representativas de “los mismos de siempre”. O, incluso, intentan restarles importancia. “Catorce mil personas”, estimaba el subsecretario de la gobernación, Erick Rolón, al ser entrevistado sobre las personas que acudieron a la primera de las manifestaciones que tuvo lugar en la capital. La enajenación en todo su esplendor.
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Lo que no parecen entender el gobernador y quienes lo rodean es que no estamos ante una situación típica. Ni remotamente se trata de una protesta de esas que llegan y se van en un abrir y cerrar de ojos. El reclamo de renuncia que ha sido lanzado a Rosselló es, indudablemente, robusto y cuenta con el respaldo de todos los sectores del país, incluido su propio partido. En mías veinte años de carrera y múltiples coberturas periodísticas, jamás había sido testigo de una masa humana tan diversa y persistente: familias con niños, viejos y viejas, jóvenes profesionales; estudiantes y empresarios, desempleados. Quienes se han lanzado a pedir al gobernador su renuncia no han sido guiados por el partidismo, que todo lo reduce al rojo y el azul. No se trata de “enemigos” políticos que buscan una victoria electoral. Insistir en ello solo deja claro que es ese mismo partidismo el que condiciona los actos de un gran sector de nuestros oficiales electos, quienes guían sus actos no por sus convicciones y fibra moral, sino por lo que dice la más reciente encuesta; por el cálculo político.
Por eso, es preciso que el gobernador comprenda el alcance de su insistencia en aferrase a la silla que ocupa. Mientras se ancla al Palacio de Gobierno, impera el desgobierno. Resulta imposible llenar, de manera adecuada, las vacantes en su equipo de trabajo porque muy pocos estarán disponibles para entrar en el juego gubernamental en medio de estos rayos y centellas. Mientras se ancla en el Palacio de Gobierno, continúa el desgaste de los agentes de la Policía —ya diezmados y agotados— y aumenta el riesgo de una tragedia en medio de las manifestaciones, que ya son diarias. Mientras se ancla a su silla en el Palacio de Gobierno, la inestabilidad y los titulares que la reseñan continúan ocupando espacio en la prensa aquí y en la China, alejando así posibilidades de inversión. Mientras se ancla a su silla, Washington nos sigue mirando de reojo, con una desconfianza que amenaza los recursos necesarios para montones de servicios a los ciudadanos. Mientras sigue aferrado a su silla, el juego se torna peligroso, sobre todo porque continúa echando fuego a la llama de la indignación colectiva. Y, en definitiva, quien juega con fuego se quema.