En ocasiones, subestimamos la gravedad de nuestros problemas. Suponemos que quienes observan “no se dan cuenta”. Presumimos que “olvidarán” y que pasaremos la página.
Con toda probabilidad, eso es exactamente lo que ha pasado con el Gobierno y sus instituciones. Durante años, los señalamientos de irregularidades, corrupción —real o aparente— e ineficiencia han venido cercándole el paso a la oficialidad. Pero hoy resulta muy poco probable que el Gobierno, como institución, logre escapar de un desgaste que luce inevitable. Se trata, después de todo, de un daño autoinfligido.
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Tome usted como primer ejemplo el caso de los señalamientos que levantó la Oficina del Fiscal Especial Independiente (FEI) y la Oficina de Ética Gubernamental (OEG) contra la secretaria de Justica, Wanda Vázquez. La funcionaria era señalada por presuntamente utilizar su cargo para intervenir en una investigación relacionada con un robo en la casa de su hija.
Las dudas apuntaban a que el Departamento de Justicia era un instrumento utilizado para el beneficio personal de quienes lo dirigen. Pero el caso contra Vázquez no prosperó y, como resultado, hubo la confirmación ante el ojo público de lo que decía la secretaria. Para ella, las pesquisas iniciadas en su contra por Ética y el FEI eran una “patraña” con la intención de hacerle daño e intentar frenar la investigación sobre posibles empleados fantasmas en el Senado. Luego del fuego cruzado entre las funcionarias, cuatro instituciones resultaron malheridas: el Departamento de Justicia, Ética Gubernamental, el FEI y el Senado. Pero el asunto no termina ahí.
Tome el caso de Raúl Maldonado como segundo ejemplo. Hasta hace solo unas semanas, era el “hombre fuerte” del gabinete del gobernador: secretario de Hacienda, director de Gerencia y Presupuesto, CIO del Gobierno, secretario de la Gobernación… Todos esos sombreros con la confianza del primer ejecutivo. Incluso, a pesar de señalamientos de favoritismo en contratos a una firma para la que laboraba su hijo, o de cuestionamientos sobre sus actuaciones, según lo expuso su antecesora en Hacienda, Teresita Fuentes. Pero Maldonado fue removido de su cargo poco después de denunciar un alegado cartel de corrupción, precisamente en Hacienda. Solo entonces su hijo decidió revelar que su padre perteneció a un “Gobierno corrupto” y el propio extitular dijo pensar que el Gobierno al que perteneció utiliza sus recursos para perseguirlo.
En medio de la controversia, la Sociedad Americana de Libertades Civiles confirma y refiere al Departamento de Justicia Federal sus conclusiones sobre el aparente uso de los recursos de la Policía para perseguir a un ciudadano privado, en este caso Raúl Maldonado, hijo. Sus portavoces concluyen que estas persecuciones ocurren a diario contra ciudadanos que no tienen la posibilidad de llevar sus historias ante los medios. Si eso es cierto, ¿puede un ciudadano común confiar en las instituciones o, por lo contrario, debe temer a los organismos llamados a protegerlo?
A lo anterior, sume la larga lista de funcionarios vinculados a la corrupción en administraciones rojas y azules, o los informes de brazos del sector privado que utilizan nuestro Gobierno de finanzas estrechas como su piquita personal con la anuencia de funcionarios electos.
Se trata, a fin de cuentas, del peor de los escenarios. El de un Gobierno manchado por años y años de señalamientos. Es, sin lugar a dudas —se reconozca o no— un escenario peligroso para la gobernabilidad. Un panorama que no debe ser reducido a los niveles de la “poca cosa”. Y es que, al final del camino, un Gobierno deja de ser efectivo si sus instituciones dejan de ser confiables. De eso al desgobierno, le separa muy poca distancia.