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Trump, la víctima

Lea la opinión de Alejandro Figueroa

Es un hecho probado de la política estadounidense que los incumbentes tentan una gran ventaja sobre los retadores cuando la economía va viento en popa. Incluso, los presidentes con índices de aprobación marginal en su primer mandato, Barack Obama, George W. Bush, Ronald Reagan, se alzaron con la victoria revalidando para un segundo término.

¿Por qué? Pues en la medida que los estadounidenses están insatisfechos con los políticos en Washington, una insatisfacción confirmada por los repetidos cambios en el control del partido en el Congreso y la Casa Blanca, estos tienden a ser reacios a los riesgos cuando se trata de la presidencia. En ese sentido, se comportan bajo consabida premisa de “if it ain’t broke, don’t fix it”.

En este caso, el incumbente está timoneando una economía saludable, disfrutando de una rara combinación de desempleo excepcionalmente bajo y baja inflación. La guerra interminable en Afganistán muestra destellos de una resolución, al menos para los Estados Unidos. Hay muchos problemas en la Nación y en todo el mundo, pero no hay un incesante bombardeo de noticias negativas en los noticieros.

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Así que, naturalmente, cuando el presidente Trump se dirigió al podio en Orlando, Florida, el martes por la noche para lanzar su candidatura a la reelección, canalizó la alegría y el optimismo de Reagan y proclamó un glorioso nuevo amanecer en Estados Unidos.

En realidad, no. Él no dio ese discurso, sino que comenzó con su reclamo desde el punto de vista de víctima. Específicamente, las quejas de Trump sobre la investigación del fiscal especial Robert S. Mueller, los medios de comunicación y los demócratas del Congreso que se niegan “tercamente” a dar paso a su agenda legislativa.

Todo sobre Trump como político desafía la convención, incluido el hecho de que él es el presidente. Por lo tanto, es apropiado que eligiera abrir su campaña oficial para un segundo mandato (la campaña no oficial comenzó el día de su inauguración) al despreciar la hoja de ruta presentada por sus predecesores de dos mandatos. Esta no será una campaña optimista que celebre cuanto mejor estamos ahora (en la opinión de Trump) que hace cuatro años. Hará ese argumento, por supuesto, pero más como una nota al calce que como un tema central de campaña.

Hace cuatro años, Trump ganó su improbable victoria, en parte porque expresó su solidaridad con los estadounidenses que sentían que el Gobierno les había fallado, personas que habían perdido sus empleos en industrias que se habían globalizado o que se sentían amenazadas por la llegada de inmigrantes (particularmente los que están aquí ilegalmente) en sus comunidades, o cuyos puntos de vista de la sociedad y la estructura familiar estaban siendo desafiados por los cambios sísmicos en el panorama legal y cultural.

En Orlando, el presidente trató de hacer que sus propios problemas parecieran también los problemas de sus partidarios, argumentando que los ataques contra él eran en realidad ataques contra sus partidarios. Y eso podría resonar con muchos en la base de Trump; algunos demócratas nunca aceptaron los resultados de las elecciones de 2016, repudiando efectivamente los votos emitidos por millones de sus conciudadanos.

El problema con esta estrategia, sin embargo, es que este enfoque no aviva las masas. ¿Quién realmente quiere escuchar al hombre más poderoso de los Estados Unidos quejarse de haber sido elegido, subestimado y obstaculizado? El presidente no levanta simpatía reclamando ser víctima, ya que es un líder armado con arsenal comandado desde la Casa Blanca, que le da un grado inusual de control sobre el debate público.

Aunque la campaña apenas está comenzando, es poco probable que el tono de Trump cambie. Al establecerse a sí mismo como víctima, puede pelear verbalmente con sus críticos y contrincantes en lugar de tener que establecer una agenda política para un segundo mandato, lo cual todos sabemos que no es necesariamente su fuerte. Así que preparémonos para ataques, burlas y epítetos de la boca de Trump y no esperemos ni una agenda de política pública ni un discurso esperanzador para América.

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