Para mí los viajes siempre son una experiencia aleccionadora. Suponen una sacudida de la rutina y, con ello, un despertar —aunque sea temporal— a las realidades de otros. Pero si ese viaje se da a una de las principales ciudades de acogida de los migrantes puertorriqueños, la experiencia adquiere un perfil distinto.
La lección en este caso fue dura. Confirmar la noción de que cientos de los nuestros aún viven en condiciones precarias, fuera de la isla, tras el paso del huracán María, fue desgarrador. Sobre todo al escuchar algunas de sus historias.
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Ya el documental After María nos adelantaba algunas de esas historias. Para muchos, conocerlas fue incómodo. Pero aunque lo sea, la molestia no hace que los hechos desaparezcan.
Las lecciones se dieron a varios niveles. Lo primero es que quedó claro que cientos de nuestros hermanos viajaron fuera de Puerto Rico, promovidos en muchos casos por FEMA, con la expectativa de que emigrar era la solución a su tragedia inmediata.
Perder el trabajo, la casa y el empleo podía remediarse fuera de la isla. Pero ese no siempre fue el caso. Al día de hoy, en Nueva York, decenas de puertorriqueños aún viven en refugios, junto a personas sin hogar. Lo hacen porque no tienen dinero ni lugar al cual regresar en la isla y porque los trabajos que consiguen no permiten pagar las rentas tan altas de la ciudad. Un apartamento de bajo costo puede llegar a pagar $1,800 al mes por una habitación de un cuarto en el Bronx.
Esa realidad nos lleva a la segunda lección. Emigrar no es cosa sencilla, sobre todo si no se tiene la educación requerida, conocimiento del inglés y, más importante aún, una oferta de empleo. Sin esos elementos, emigrar es un salto al vacío. Si no, pregunte a un joven artista que le comentaba a mi esposa en medio de nuestro programa de radio que tuvo que vivir durante un año en un almacén porque no consiguió trabajo. Solo en uno de los edificios que visité, la lista de espera para vivienda de interés social alcanzaba las 40 mil personas.
La tercera lección para mí estaba asumida, pero las conversaciones con nuestros hermanos me han hecho reafirmarla. Aunque los puertorriqueños somos por nacimiento “ciudadanos americanos” para los “americanos” un puertorriqueño que se muda a los Estados Unidos es indudablemente un inmigrante. Si no, converse con alguna de las mujeres con cuyas historias me topé. Una de ellas contaba con pesar cómo una amiga, también puertorriqueña, había sido escupida en la cara mientras viajaba en el tren, solo porque hablaba español.
Es lo que tiene esto de viajar. Si se observa con detenimiento, se corre el peligro de descubrir que no todo es Disney Land.