Esta mañana me estaré dirigiendo a ustedes como parte de sus actos de graduación. Hace 22 años, yo era el que daba el paso hacia un mundo nuevo desde un banco en la Catedral Episcopal de San Juan, en la parada 19 de Santurce. Y aunque el colegio y su magnífica estructura permanecen, es mucho lo que ha cambiado a su alrededor.
Pertenezco a una generación de puertorriqueños que fuimos criados en las postrimerías de una era de progreso y optimismo para Puerto Rico. En nuestra memoria residen tanto el éxito como el fracaso del país.
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En estas páginas, he escrito previamente sobre el impacto que tuvo en mí, y estimo que en muchos otros jóvenes, la campaña para lograr que San Juan fuera sede de las Olimpiadas del año 2004. Ese esfuerzo fue producto del éxito de los Juegos Panamericanos celebrados aquí en 1979, año de mi nacimiento, y marcó la perspectiva y el acercamiento de los puertorriqueños hacia su país por gran parte de la década de los ochenta y comienzo de los noventa. Era motivo de orgullo patrio que San Juan se atreviera a soñar y a competir contra ciudades como Atenas, Roma, Ciudad del Cabo, Estocolmo, Buenos Aires, Estambul, Río de Janeiro, Sevilla, Lille, San Petersburgo, y Cali. Fue en 1996, un año de antes de mi graduación, que ese sueño olímpico culminó con la decisión de excluir a San Juan, junto a otras seis ciudades, de la selección de urbes finalistas.
Quizá de menos importancia en el curso de la historia, pero de similar recordación para mí, fue el cierre, en 1994, de la tienda González Padín, que estaba al cruzar la avenida Ponce de León de la Central High. Todavía recuerdo ir con mis amigos, después de que sonara el timbre de salida, a la famosa tienda por departamentos para usar la báscula que estaba en el descanso de las escaleras como una especie de juego de fiestas patronales en el que intentábamos adivinar el peso de nuestros compañeros.
En fin, ambos eventos, decepcionantes en distintos grados, comenzaban a apuntar hacia una nueva realidad para nuestro terruño; una realidad en transición que al vivirla en aquel momento, era imposible percibirla como el gran giro histórico en los destinos de Puerto Rico y los puertorriqueños que acabó siendo. Igual que nunca hubo un comercio de capital local que sustituyera a González Padín, tampoco ha habido un esfuerzo igual de inspirador para inyectarle al pueblo un propósito común como aquella campaña de San Juan 2004.
Ese vacío lo ha llenado el pesimismo y el derrotismo. Yo les pediré hoy que no se entreguen a ese vicio. Este país, con todas sus contradicciones y problemas, sigue siendo una tierra bendita, y al pedirles que se comprometan con él, les pediré que contemplen lo siguiente.
Que no todo es como se pinta en los medios de comunicación. Hay muchos que se regodean en proyectar únicamente lo negativo y celebran cuando aparecemos en las últimas posiciones en diversos índices de desarrollo. En realidad, conforme a dos de los mejores indicadores de progreso, los puertorriqueños estamos entre el billón de personas más agraciadas del mundo. De entre los 7 billones de seres humanos en la tierra, más de 6 billones viven con menos de $32 de ingreso por día, y un billón con menos de $2 por día. Según el Censo, el ingreso promedio por persona en Puerto Rico es de $12,081 o unos $34 por día. En cuanto a expectativa de vida, los puertorriqueños en promedio llegamos hasta los 79.79 años, según el Banco Mundial, mientras que los estadounidenses llegan solo hasta los 78.69.
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Que con tal privilegio venimos obligados a ser agradecidos y a tratar de mejorar nuestro mundo. Nosotros no nos merecemos nada más que cualquier otro ser humano. Tuvimos la suerte —no el derecho— de nacer en este país, y la suerte de tener familiares dispuestos a sacrificarse, y con los medios, para educarnos y echarnos p’alante.
Así que les pediré hoy que, sin que olviden las dificultades del país, abracen a sus padres, abuelos y parientes, les den las gracias, y que se atrevan a soñar y a inspirarnos con su entusiasmo y su visión para un mejor Puerto Rico.