¿Qué le promete Puerto Rico a su gente joven y a la clase media trabajadora? Esa pregunta ha estado muy presente en mi quehacer diario en las pasadas semanas. Me preocupa que quienes sostienen nuestra economía, y quienes podrían hacerla crecer de cara al futuro, para el beneficio y la prosperidad de todo el país, han sido abandonados a su suerte. Se espera que continuemos pagando más y más en contribuciones, y en cargos especiales para solventar la deuda del Estado, sin que le veamos valor a esa inversión. Tres decisiones en particular, de los pasados dos años y medio, ilustran esta peligrosa tendencia. En juego está la cohesión y viabilidad de nuestra sociedad.
La primera decisión fue temprano en el cuatrienio. La reforma laboral le ha arrebatado a los trabajadores, y particularmente al joven, cualquier seguridad de empleo que pudiese haber tenido. En un país donde, de por sí, los salarios son más bajos que en EE. UU., y donde no hay tanta demanda laboral ni facilidad para crecer dentro de una industria, el gobierno de Ricardo Rosselló le ha entregado todo el poder a los patronos, deprimiendo los salarios, y más, el valor mismo del trabajador. Ante un escenario tan incierto e inestable, no es de sorprender que tantos jóvenes opten por no comenzar una familia en Puerto Rico o por irse a uno de los 50 estados, donde, aunque no hay las garantías laborales que este Gobierno eliminó, sí hay mayor movilidad social y económica.
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La segunda decisión: los brutales e impensados recortes al presupuesto de la Universidad de Puerto Rico. Estos han provocado aumentos en la matrícula que han llevado el costo del crédito a casi el mismo nivel que el de las universidades privadas. Más allá del mensaje que envía esta acción —el abandono de la educación como eje de nuestra estrategia de desarrollo— el Gobierno también les arrebató a las familias de clase media —las que, como mis padres, trabajan toda una vida en el sector privado, viven en casas humildes en Roosevelt o Levittown, y pagan planillas religiosamente— el único servicio público que veían como de un alto valor y de un costo accesible.
La tercera: el nefasto acuerdo con solo la mitad de los bonistas de la Autoridad de Energía Eléctrica. Por mucho que el Gobierno nos prometa que sus eficiencias harán que no sintamos el efecto de los cargos especiales que se destinarán exclusivamente para el pago de la deuda, la realidad es que, igual que con el cargo fiscal especial en la factura del agua, la luz va a subir sin alivio alguno para quienes pagamos por dicho servicio esencial. Si fuera cierto que habrían tales eficiencias, ¿por qué no ofrecerles a los bonistas congelar el costo del kWh y pagarles de los ahorros? La razón es sencilla: los ahorros son un embuste, un mensaje paliativo para que aguantemos este golpe. ¿Y Rosselló? Apostando a que, como con tantas otras cargas que la clase media ha tenido que soportar en los pasados años, esta también la asimilaremos y, a tiempo para las elecciones, la olvidaremos.
El problema radica en que no hemos olvidado nada. Muchos de nuestros compatriotas ya decidieron irse de Puerto Rico para no olvidar ni tener que soportar. Muchos más continuarán dando ese paso. Y con los años, el frágil tejido social de nuestro país se seguirá deshilachando.
Esta no es una lucha que podamos dar únicamente desde la trinchera de nuestros intereses personales y sectoriales. Para que Puerto Rico siga siendo una empresa social viable, necesitamos de todos los que componemos esta sociedad. Las dicotomías estériles, pobres versus ricos, servidor público versus sector privado, y tantas otras, son ejercicios en futilidad. Cada cual tiene que aportar, y cada cual tiene que sentir que el país le ha prometido algo, y que le ha cumplido. El pacto social e intergeneracional hay que renovarlo para que quienes sostienen nuestro sistema vuelvan a creer en la promesa y en el futuro de Puerto Rico.