Ya es suficiente. Puerto Rico ha perdido medio siglo en un ejercicio poco inteligente de búsqueda de soluciones para nuestros problemas recurrentes.
Hemos identificado nuestros problemas, sí. Sabemos que nuestra economía ha colapsado. Sabemos que nuestro sistema de salud no es eficiente. También que tenemos un país violento. Pero aunque conocemos cuáles son nuestros problemas y que las soluciones a las que hemos apostado durante años no han funcionado, por alguna extraña razón —quizá terquedad, quizá falta de información; tal vez un moralismo irracional— insistimos en seguir recorriendo la misma ruta con la esperanza de que, por obra y gracia divina, el camino que ya nos ha hecho caer no nos hará tropezar nuevamente con la misma piedra.
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La historia nos ha colocado en un nuevo turno al bate con el tema del crimen y la seguridad. Aquí, una vez más, el camino recorrido nos ha dejado amoratados a fuerza de los golpes del fracaso constante. Las manos duras y los castigos seguros no se van, pero el crimen tampoco.
Sin embargo, en lugar de aprender de los errores, olvidamos y volvemos a errar. Más policías, más balas, más chalecos, más leyes; menos derechos. Por ese escenario rondan las propuestas oficiales que hasta hoy manejamos. Pero con distintas versiones de esas propuestas, el crimen producto del narcotráfico ha permanecido intocable. Sin embargo, si queremos — como queremos, al menos en el discurso, ganar la guerra y recuperar la paz en nuestras calles— es preciso reconocer el fracaso de décadas y estar dispuestos a cambiar de enfoque con apuestas a corto plazo (claro que son necesarias) y medidas a mediano y largo plazo que, a juzgar por la experiencia internacional, son las que nos garantizan no una victoria temporal, sino el triunfo en la guerra.
La búsqueda de soluciones inmediatas también se ha visto atrapada por una burocracia absurda que pierde de vista la urgencia y se entretiene en la forma. Tome usted el caso de la escasez de policías. Mientras urge graduar agentes, Seguridad Publica y la Junta Fiscal se encuentran enfrascadas en una absurda guerra de versiones sobre si existen o no los fondos para contratar y graduar nuevos policías. ¿Todo un año para ponerse de acuerdo sobre cómo atender la escasez de agentes? Imperdonable. El panorama con la búsqueda de soluciones a mediano y largo plazo también se asoma sin mayores esperanzas, a pesar de que, sobre la mesa, hay opciones de probada efectividad fuera de la isla. ¿Estudiar el problema? No hace falta. Podríamos tapizar el suelo del hemiciclo con estudios y referencias de expertos locales y proyectos internacionales que ya lo han hecho y nos dicen cómo.
Nos explican que debemos reducir la desigualdad y estabilizar la economía; producir empleos. También nos dicen que debemos atacar el narcotráfico. Pero no solo con operativos. El 90 % de los asesinatos y balaceras locales están vinculados al negocio del narco. Y si es así, ¿por qué no atacar el negocio con la despenalización o la legalización de las drogas? Lugares como Portugal —que descriminalizó el uso de drogas en el año 2001— han visto cómo los crímenes relacionados con la venta de drogas, los contagios con VIH e, incluso, el número de personas entre 18 y 24 años que se inician en el uso drogas se han reducido.
Un escenario mucho más alentador que el que hemos vivido aquí durante años, ¿no cree? Pero a pesar de casos como ese y los avances que jurisdicciones en Estados Unidos van alcanzando con un cambio de política en torno a la guerra contra las drogas, a nivel local preferimos la locura de repetir la misma fórmula esperando ganar la guerra. La tormenta perfecta.
Ese escenario podría ser revertido si recordamos que los grandes cambios comienzan desde el activismo ciudadano. Demandemos propuestas nuevas, porque sin un plan efectivo para revivir nuestra malherida economía y con la terquedad institucional que nos impide ver las soluciones, aun cuando estén frente a nuestras narices, solo un escenario es posible: Fracasaremos.